Una potencia agrícola muerta de hambre

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Pablo Arciniegas

En el debate presidencial de hace una semana realizado por El Tiempo-Semana, Óscar Iván Zuluaga, el menor de los avatares de Álvaro Uribe para las elecciones del 2022, dijo que lo único que puede rescatar la economía colombiana es producir y tecnificar, y hacerlo bastante. Lo curioso es que con la misma receta se han electo los tres gobiernos anteriores, y hoy no solo la economía colombiana atraviesa una hiperinflación, sino que, además, somos uno de los países con mayor riesgo de inseguridad alimentaria en el mundo, tal como se publicó un informe de la mismísima FAO (Naciones Unidas).

Este indicador de hambruna, que compartimos con la mayoría de África meridional, con Haití, Honduras, Líbano, Siria, Yemén, Afganistán y Myanmar, nos debería causar vergüenza, ¿cómo es posible que después de décadas de apertura económica y de exenciones para la agroindustria, Colombia, una tierra donde es posible cultivar casi de todo, esté pasando hambre?

Los mismos avatares de Uribe, que representa los intereses de quienes concentran el poder político y económico, responderán que esto se debe a que Colombia es un país tropical y ecuatorial, y que debemos concentrarnos en cultivar y cosechar alimentos que se den en nuestros climas y latitudes para ser competentes en el mercado internacional. Y también dirán que para eso se necesita seguir inyectando con capital a la agroindustria, que no solo tiene el músculo productivo sino que genera empleo.

Maravilloso. En los oídos de la ‘gente de bien’, esos emprendedores que se bajan de sus camionetas blancas para disparar en las manifestaciones, estas palabras retumban con dulzura, es más, parecen obvias, incuestionables. Pero si bien es cierto que Colombia es ecuatorial y tropical, estas mismas condiciones son lo que la hacen inviable para un modelo de explotación agraria intensiva, ya sea el modelo de los países con estaciones (como se intentó imponer a mediados del siglo pasado) o el modelo que se ha impuesto hoy, que en pocas palabras es: agroindustrialización sin importar su costo medioambiental y social.

Los ejemplos de este problemático modelo sobran, pero el mejor es el del cultivo de palma para la extracción de aceite. La palma no es una especie endémica de Colombia sino de África, lo que significa que al cultivarla se produce un daño al ecosistema y al suelo, tal como ocurre con el retamo espinoso y el eucalipto que crece en los cerros orientales de Bogotá, o como pasa con los hipopótamos de Pablo Escobar en el Magdalena medio.

Sin embargo, los agroindustriales que hoy la cultivan se defienden diciendo que: uno, daño a los ecosistemas lo ha causado el ser humano desde siempre, lo cual me parece una canallada, y dos, que la palma como una especie vegetal produce oxígeno, aire respirable en un mundo cada vez más contaminado por el metano que produce la ganadería y los gases invernaderos que vienen de quemar combustibles fósiles. De hecho, han sabido capitalizar tan bien este discurso que la palmicultura intensiva hoy se considera como una opción para obtener bonos de carbono, es decir, es una forma de compensación que adoptan algunas compañías por afectar el medioambiente.

El caso, es que los agroindustriales olvidan incluir que: la palma necesita grandes cantidades de agua para crecer y también grandes extensiones para ser productiva, porque en la medida que una planta pierde distancia de la otra, de su corozo sale menos aceite, o sea es menos productiva. De ahí que, el interés de la palmicultura sean terrenos amplios y próximos a fuentes de agua, así implique deforestar o desplazar y empobrecer comunidades enteras, y esto no solo incluye a Colombia, sino que ocurre en Myanmar que, ¡oh, sorpresa!, también es uno de los países en la lista de la hambruna.

Ahora, enlazando con el informe de la FAO, la palma, si bien, es la oleaginosa más productiva del mundo, su fruto no es para consumo humano, a menos de que sea transformado en aceite de cocina. Y ese aparato de industrialización no lo tienen los campesinos, que por otra parte, tampoco cuentan con un colchón económico para esperar los tres años que demora la cosecha (que ni siquiera a veces se da). Pero lo más grave, es que a la palma, por ejemplo se le destinan recursos e inversiones como distritos de riego que, para el caso de los programas de sustitución de cultivo, poco o nunca han sonado, y esto sigue acentuando la brecha de desigualdad en Colombia, que es raíz de problemas como el cultivo ilícito, el desplazamiento forzado y la extrema pobreza rural.

La democratización de la tierra, una agricultura diversa pensada para un país tropical como la que practicaban los indígenas y verdaderos incentivos para los campesinos, y no para los agronegocios, son una mirada más real para que Colombia consiga una seguridad alimentaria. Pero mientras la propaganda política apunte a que debemos producir exclusivamente para ser un engranaje más de los tratados de libre comercio y los monopolios que producen semillas y agroinsumos, vamos a seguir siendo una potencia agrícola muerta de hambre.