Federico García Naranjo
@garcianaranjo
La muerte de la reina de Inglaterra ha desatado una oleada de reacciones en todo el mundo por parte de figuras públicas, periodistas y opinadores de ocasión que, en su inmensa mayoría, no han dudado en deshacerse en elogios hacia la que llaman “la mujer más importante del siglo XX”, caracterizada por su “prudencia y sabiduría”, que enfrentó todas las adversidades del siglo y las superó gracias a su “templanza y carácter”.
Más allá de las necesarias expresiones de duelo por parte de los gobiernos por la muerte de un jefe de Estado, algunas incluso que rayaron en la obsecuencia como decretar días de luto nacional y cosas así, lo cierto es que el tono general que adquirió el relato sobre la reina se caracterizó por una sensiblera exaltación de su persona y una obsesiva adulación confundida con lambonería.
Por supuesto, la de Isabel II es una figura política que debe ser analizada teniendo en cuenta las simpatías y rechazos que pueda suscitar. Como relato contrahegemónico se podrá decir que encabezó el último imperio colonial de la historia y que fue responsable de incontables matanzas, desplazamientos forzados, esclavitud y destrucción de culturas autóctonas. Se puede decir, incluso corriendo el riesgo de caer en teorías de la conspiración, que encabezó el semiclandestino club Bilderberg, cofradía de los poderosos del mundo que una vez al año se reúne para tomar decisiones a espaldas de la gente.
No obstante, el impresionante consenso a favor de la figura de la reina, tanto cuando estaba viva como ahora que ha muerto, no solo debe explicarse desde consideraciones instrumentales como las que aluden a la manipulación mediática. Es decir, series como The Crown o las noticias sobre la realeza sí influyen en que tengamos una versión endulzada de la monarquía, pero no son suficientes para construir semejante consenso.
Hay que preguntarse, por ejemplo, hasta qué punto hemos superado como civilización nuestro pensamiento servil y dependiente, es decir, hasta qué punto muchas personas siguen añorando un rey o un amo, cuando se supone que somos una sociedad de individuos libres y autónomos.
Allí está, por ejemplo, el origen de nuestro arribismo como sociedad. El filósofo Fernando González decía que los colombianos provenimos de la violación de una indígena por un español y que por eso no sabemos quiénes somos y nos sentimos profundamente acomplejados, queremos parecernos a nuestro padre y diferenciarnos de nuestra madre. Ese arribismo social también ayuda a explicar la potencia del discurso sobre la reina.
Sin embargo, además del papel de los medios de comunicación y de nuestras propias fragilidades, no es absurdo preguntarse por la vigencia de eso que llamamos el Estado de derecho y la democracia en el orden internacional. En otras palabras, ¿sí vivimos en un mundo regido por leyes? ¿Se cumple el principio moderno de que todos somos iguales? ¿Es casual que la noticia de la muerte de la reina paralice al mundo cuando se supone que su poder es simbólico? ¿Hasta qué punto Isabel II formaba parte de una élite no elegida por el pueblo que decide por todos? ¿Hasta qué punto la democracia liberal y el derecho internacional son una pantomima?
Los unánimes lamentos por la muerte de la reina muestran que todavía queda mucho trecho en la lucha por la emancipación, una emancipación que deberá ser política, económica, pero sobre todo ideológica y de la conciencia. Isabel, bien ida.