“Buscar la luz, observar la luz, percibir la luz, capturar la luz, domar la luz, proyectar la luz, trascender la luz, trascender la Luz y el Yo, alcanzar la fuente y devolverla a la sociedad”, Historia Zen Ox Herder
Juan Guillermo Ramírez
En La última película, Samay de 9 años, vive con su familia en un pueblo remoto de la India, descubre el cine por primera vez y queda hipnotizado. Contra los deseos de su padre, vuelve al cine día tras día y se hace amigo del proyeccionista que, a cambio de su comida, le deja ver películas gratis. Rápidamente se da cuenta de que las historias se convierten en luz, la luz en películas y las películas en sueños. Contagiados por la emoción, Samay y su inquieta pandilla, investigan sin descanso para intentar captar la luz y proyectarla para lograr ver películas de 35mm. Juntos, utilizan un truco innovador y logran con éxito fabricar un aparato de proyección. Pan Nalin es guionista y director indio, productor y escritor. Es conocido por haber dirigido Samsara en 2001, aunque ha dirigido siete obras, entre documentales y largometrajes de ficción.
Cinema Paradiso (1988) se encuentra en el Olimpo de los largometrajes que funcionan como oda al cine. El amor al séptimo arte es un tema bastante habitual en los guiones de cine, puesto que, es el propio director quien, a través de su experiencia, desea contar o fabular su propia devoción que profesa a este arte. No son pocos los directores que, al igual que Tornatore, han querido regarnos su experiencia y dirigir su particular homenaje. En 2011, Martin Scorsese sorprendió con La invención de Hugo, en la que conmemora la figura del gran Georges Méliès. La lista es larga, pero podemos destacar: El Cameraman(1928) de Buster Keaton, La noche americana (1973) de François Truffaut, La rosa púrpura de El Cairo (1985) de Woody Allen, Ed Wood (1995) de Tim Burton, Los Fabelman (2023) de Steven Spielberg o Splendor (1989) de Ettore Scola. No se trata de metacine, sino de narrar el amor por el cine a través de ese mismo medio.
Samay, el alter ego del propio Nalin, imagina su infancia en la remota India rural de 2010 y toca las teclas conmovedoras adecuadas con la amistad entre el niño y un proyeccionista que se come las delicias culinarias a todo color de su madre que le prepara y él no come para pagar así ver películas. Apostando por la narración visual y el montaje demuestra su talento para devolver al cine la emoción que tantas veces le ha dado.
Aunque se ve y se entiende como un homenaje al viejo cine, a la luz del proyector y a la ilusión y fantasía en los ojos infantiles, la película tiene otra estimable línea de ofrendas: el director, Pan Nalin, describe paisaje, juegos, infancia y aromas familiares con evidentes fragmentos de memoria, y es maravillosa en tono y colores la construcción de esa apenas aldea por la que atraviesa el tren y que supone para los habitantes de Chalala la mayor aventura; en el arranque, en el que se ve al pequeño Samay en su creatividad cotidiana, se extrae también un ligero homenaje, un olor al Apu de Satyajit Ray, y en esa obsesión del joven protagonista por atrapar la luz, por entenderla, un reconocimiento absoluto al gran maestro del cine indio.
Hay muchos detalles sugerentes en el filme con los que Nalin adorna el relato. Los espejos y las luces son una constante y sirven como motivo central para el desarrollo de la película, desde el momento en que descubre el cine, intenta reproducirlo con sus amigos, filmando con los escasos recursos que cuenta. De nuevo, un homenaje más, la aventura cinematográfica de Samay comienza con una lucha similar a la de Los Lumière (los rudimentos de capturar la luz y el uso de las diapositivas), evocando una forma primitiva del primer proyector de cine inventado en el siglo XIX.
A pesar de no hacer hincapié ni focalizar la atención sobre esto, hay una maravillosa sensación de cómo nace una película. Samay, en solitario, empieza a soñar. En un momento dado necesita la colaboración de un grupo de personas (sus amigos), para hacer que la historia vea la luz. Finalmente, todo se vuelve más elaborado cuando los niños utilizan sus voces y cuerpos para añadir sonidos y música a la imagen.
La relación de Samay con el mundo ingenuo del proyeccionista, incluso la relación hipnótica de la mirada con las imágenes del cine popular indio al ritmo de aventura o del baile de Bollywood es equiparable a la fascinación de la cámara de Nalin por el fervor gastronómico de la madre. Más allá de mostrar la devoción que siente Samay, también lo hace partícipe de los contratiempos. Será testigo del proceso completo que realiza el rollo de película, desde que llega al almacén y se proyecta, hasta que es destruido y convertido en brazaletes de colores.
La última película es la declaración de amor al cine (y a su historia) de Pan Nalin. A través de una fotografía y un estilo que complace al hedonismo visual que impera hoy día, el director analiza la ciencia cinematográfica y la alegoría detrás de ella. Una celebración de la historia del cine como sueño colectivo; no es casualidad que todo empiece y termine en las vías de un tren. La última película no agota, probablemente, sus posibilidades de magia e hipnosis sobre el corazón del espectador, pero sí ofrece un gratificante maniatado al drama y un horizonte feliz a las ilusiones y potencias de la infancia, a los cambios sociales y cinematográficos y a la memoria de la cinefilia y de algunos cineastas que la han regado.
El mayor éxito de la película es convertir una historia local, en una en la que todo amante del cine pueda verse reflejado. En un lejano pueblo del oeste de la India, con Samay y sus amigos, recorremos su particular recreación de la génesis de la historia del cine: desde la quietud de la fotografía, historias contadas a través de cajas de fósforos que funcionan como fotogramas, a modo de cuerdas delgadas; al descubrimiento del movimiento a través de la «cámara oscura», e incluso la construcción de un proyector, que junto con una película robada, le permite celebrar junto con sus amigos su propia proyección en un vagón abandonado, rememorando aquella mágica exhibición pública de los Lumière en el Salon Indien del Grand Café, en el número 14 del Bulevar de los Capuchinos de París, el 28 de diciembre de 1895.
A través de la inocencia de los ojos de Samay descubrimos y nos maravillamos, experimentamos y nos ilusionamos, en su búsqueda de la luz, del manejo del tiempo y del Storytelling. La luz, esa cerilla que recuerda a Lawrence de Arabia (1962) de David Lean, como elemento fundamental del cine; el tren, imagen icónica de los orígenes del cine, L’arrivée d’un train à La Ciotat (1986) de los Lumiere y el traqueteo metálico repetitivo de la vagoneta que remite la entrada en la Zona de Stalker(1979) de Andrey Tarkovsky. A pesar de que es una película desequilibrada en lo narrativo, que en ocasiones abusa del sentimentalismo, es emotiva en lo visual, con referencias continuas a películas y directores donde podemos descubrir a Kubrick y su 2001, a Satyajit Ray y La trilogía de Apu, e incluso a Fellini.
Es una historia de cambios y de sueños por cumplir. Una mirada nostálgica a un pasado que ya no volverá, en el que el cine parece volver a aquellos orígenes del «kinetoscopio» de Edison, en el que cada uno veía las películas individualmente. Un cine artesano, un cine de autor, basado en el celuloide, que finalmente se ve destruido y transformado en objetos cotidianos de consumo: cucharas y pulseras. Un reciclado que conecta pasado y futuro, y que Pan Nalin convierte en una imagen metafórica de gran belleza visual, cuando a través de las pulseras que llevan las mujeres en el tren, y del juego de la luz, podemos descubrir patrones de colores que rememoran películas inmortales de Chaplin a Kubrick, pasando por Jane Campion. Pulseras hechas con el celuloide de antiguas películas; los objetos se transforman, pero la esencia del cine permanece. Una mirada, homenaje al cine y sus creadores, esperanzadora en las nuevas generaciones, que tienen la posibilidad de continuar haciendo del cine un arte.