Mauricio Jaramillo Jassir (*)
Ser de izquierdas está asociado a la voluntad de trasformación (reformista o revolucionaria) y a la justicia social. Para llegar a esos ideales no hay un sólo camino. En el pasado fue el comunismo que significó una serie de conquistas inéditas para la clase obrera y campesina, extensibles al conjunto de la sociedad, aunque pocas veces valoradas.
En medio de las reivindicaciones de algunos grupos ha surgido el progresismo, que ha tratado de incluir las demandas diversas en temas como el medioambiente, las autonomías regionales, los derechos indígenas y afro o la perspectiva de género, entre otros, que no aparecerían tan claras en las agendas del comunismo que hoy algunos juzgan como ortodoxo, pero que en el siglo pasado fue revolucionario en todos los sentidos.
Ese progresismo en América Latina y Colombia está afincado en la idea de que el mercado, si bien es necesario pues la estatización es inviable, es ineficiente para asignar bienes y servicios que en realidad son derechos como en el caso de la vivienda, la salud o la educación.
El principal reclamo del progresismo es la mayor regulación del Estado para corregir las imperfecciones del mercado en la redistribución de la riqueza. Los niveles insólitos de concentración en el mundo, tal como lo demuestran las series de Thomas Piketty (El capital en el siglo XXI). El economista ha mostrado hasta qué punto no ha sido posible una democratización de la riqueza por la dinámica automática del mercado como suponía el liberalismo económico. El 1% más rico acumula casi el doble de la riqueza que el restante 99% de la población mundial.
Reivindicarse hoy en la extensa gama de colores de la paleta de izquierda significa presumir que la concentración extrema es un antivalor y que va de la mano con la exclusión. El progresismo, versión más liberal de la izquierda, acompaña este pedido desconcentrador de demandas para la ampliación de derechos de grupos invisibilizados y cuya supervivencia o desarrollo (dependiendo del caso) está en riesgo por un discurso antiderechos cada vez más poderoso en Europa. Ahora llega a América Latina con resultados devastadores sobre el Estado de derecho y el pluralismo, para la muestra el legado bolsonarista en Brasil, el régimen del terror de Bukele y la guerra contra el Estado de bienestar de Milei.
Por fortuna, en Colombia la izquierda tiene hoy una agenda más concreta pues en el poder (mas no en el establecimiento) ha puesto sobre la mesa propuestas para una mayor intervención del Estado en pensiones, educación, salud y trabajo (no suponen estatización como engañosamente dicen algunos medios), una transformación de la doctrina contrainsurgente a la seguridad humana y una reconciliación con los valores latinoamericanistas consignados en la constitución.
Ser progresista significa defender la tesis de que los derechos socioeconómicos, ambientales y colectivos son innegociables y que la más necesaria de las democratizaciones es aquella de la riqueza.
(*) Profesor de la Universidad del Rosario