Política externa y derechos humanos

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Escuché del excanciller brasileño Celso Amorim, que defiende la necesidad de una política externa “activa y altiva” no sólo de su país, sino para Latinoamérica, qué si para Ortega y Gasset “el hombre es él y sus circunstancias”, lo mismo se puede decir de los Estados, guardadas las debidas adaptaciones. Retuve estas palabras porque creo que, de hecho, las relaciones dentro de una sociedad internacional anárquica, como dice Hedley Bull, o bajo la presión constante de una estructura hegemónica de poder, como plantea Pinheiro Guimaraes, son practicadas por entes teóricamente considerados como “ellos y sus circunstancias”. Los Estados – “ellos” – definen su política externa a partir de principios y opciones, condicionadas por los fatores de poder interno, por su conformación económica estructural y la calidad de su democracia.

Para Colombia, las “circunstancias”, especialmente en los momentos en que la historia se acelera y hay una exigencia de transformaciones profundas para poder materializar los derechos populares, imponen ingresar en el núcleo de decisiones de mayor relevancia, por lo menos regionalmente. Colombia no es insignificante en el plano de las relaciones internacionales, pero las decisiones recientes y remotas, tomadas por imperativos tecnocráticos, militaristas y autoritarios, de renunciar a su autonomía para juntarse a la agenda y pretensiones estadounidenses, – últimamente enfatizada bajo los gobiernos uribistas – no permitió definir un horizonte con base en la productividad, en las aspiraciones de paz y la diversidad cultural y étnica.

Por eso, es claro que los sellos de la paz, de la superación de la crisis climática y el compromiso con los derechos humanos, como ejes de la política externa anunciada por el Presidente Petro, manifiestan la intención de ingresar en el terreno inédito del repudio a la guerra y a la militarización regional, así como de resistir a los agentes deterioradores del medio ambiente, campo donde hay mucho a decir y hacer si llevamos en cuenta, por ejemplo, la megaminería a cielo abierto y la fracturación hidráulica. Observemos que en los dos asuntos hay parceros importantes, tanto en gobiernos como en organizaciones políticas y sociales, que han demostrado estar dispuestas a la defensa de una agenda para la vida en el sistema internacional.

Todo esto se entrelaza con la idea de prevalencia de los derechos humanos, que se extiende a dos áreas: la interna, que implica la amplia participación en la construcción de políticas públicas para la vida y las libertades, de los más diversos actores, gubernamentales y no gubernamentales, con iniciativas que deben partir de los territorios, de su gente, en un ejercicio de escucha e intercambio de experiencias y visiones para la llamada paz total. Y desde luego, esto va de la mano de efectivar obligaciones jurídicas y políticas asumidas por Colombia, que constan en documentos valiosos como la propia Carta de la ONU, las Declaraciones Universal y Americana de Derechos Humanos y el propio Acuerdo de Paz del 2016, que es compromiso con el mundo.

En el campo externo, Colombia tiene mucho que decir y ofrecer bajo la premisa de los derechos humanos, porque el camino de un proceso de paz con perspectiva de género y transversalizado por el respeto a los derechos de las víctimas, es reconocido como una construcción legítima, oriunda de la búsqueda de soluciones a los factores que originan la violencia, acompañado de una institucionalidad para la paz. En ese sentido, las circunstancias de Colombia se conectan globalmente, y en la medida en que superemos las dificultades internas y que nos inclinemos a que externamente los consensos políticos no sean alcanzados en detrimento de la verdad y la responsabilidad de los agentes de violencia contra los pueblos, habrá sin duda una gran contribución a una paz en sentido regional y más universal.