El perdón, terrorismo celestial

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Juan David Aguilar Ariza

La aprendiz, desde su pupitre, al fondo del salón, le dijo a su compañero «el perdón no es de hombres».

Habían pasado los días y las horas de la angustia, había creído que todo había llegado a su fin, pero llegó la noticia, la revelación no esperada y por la que todo, aparentemente, volvería al inicio. El teléfono sonó tres veces, a la cuarta, contesté. Era ella.

Sí, la aprendiz desde su lugar le dijo al compañero que el perdón no era de humanos. Yo preparaba el computador, los marcadores, la clase comenzaría en minutos. No pude evitarlo y, pensando en todo lo que estaba viviendo en aquel instante, en la llamada que había recibido poco antes, le pregunté: «¿a qué te refieres con esa frase? ». En seguida entendí que mi premura había dañado la espontaneidad de la conversación que se establecía en una esquina del salón. La estudiante sonrió, pero no quiso, o no pudo explicar su afirmación.

Es el medio día. Almuerzo en un restaurante en el centro de la ciudad. Corrientazo es el plato de menor costo; este almuerzo está diseñado para el colombiano tradicional. No quería tajadas de plátano frito y me las cambiaron por un huevo, igual, frito que sobre el arroz bañaría los granos con su divina y suculenta yema, era cuestión de perforarlo sin rencor. Todo corrientazo viene con televisión incluida, con las noticias de la tarde. Me aburren y me deprimen. Para nada me interesaban en ese instante.

La guerrillera le pidió perdón y un abrazo de reconciliación a la señora víctima de los secuestros del movimiento subversivo. Era la noticia central. La mujer se negó. Quería, pedía, exigía conocer la verdad para luego sí dar el perdón. El huevo estaba duro y el arroz se quedó con las ganas de aquella unción alimenticia de la clase trabajadora. Me parecía correcto lo que hizo la señora. ¿Por qué estaba obligada a perdonar? ¿Es una obligación dar el perdón? Al parecer, la moral que impera nos exige ser buenos y pendejos.

La había dejado en el pasado. La relación había llegado a lo que creía era su fin. Habían pasado los años. Sin embargo, la noticia sobre ella removió las condiciones climáticas de mis tripas. ¿Debía perdonar? ¿Acaso no lo había hecho ya?

Cierto tipo de personas, mujeres y hombres, no soportan estos temas. Incluso, muchos de ellos son activistas políticos. Esta columna, para ellos, puede sonar cursi. Sesgados por la idea de que todo lo que lejanamente suene a cristianismo debe ser echado a la hoguera, pisado con el rencor ancestral de sus cortas vidas. Otros, los que militaron y saben del peligro de años atrás, creen que abrir su corazón es sinónimo de debilidad, de vulnerabilidad. Temen por su vida porque aprendieron, en la guerra del pasado, a guardar y ser mezquinos. Se entiende, era el sabor de la muerte.

La religión es nociva, es cierto. El maestro de Marx dijo: «La religión es el opio del pueblo» y como buenos proletarios decidieron seguir sin más la máxima sin ponerla en consideración, actúan como religiosos sin darse cuenta. Si la religión es el opio del pueblo, ¿por qué los seres humanos encuentran alivio en aquel somnífero y ante qué se busca el sueño, qué se evade, qué se duerme en el interior humano? La pregunta no es del agrado de muchos. La religión en el fondo soluciona un problema, mal que bien, satisface una necesidad de todo ser humano.

Preparé una especie de arroz que me inventé en la soledad. Soledad, condición de estar apartado del grupo; no el barrio La soledad, lugar hipster por excelencia. El arroz es un arroz cremoso con verduras y curri, mucho curri. Al mismo tiempo que lo preparaba, pensé en el perdón. Por qué dejamos que la religión monopolizara ciertas ideas, conceptos, verdades que deberían ser parte de la cotidianidad humana. Me excedí en la pimienta. Lloraba por ese polvo maravilloso que antaño fue las delicias de Europa. Dice Zweig que en un tiempo pasado los bultos de pimienta eran intercambiados por oro y joyas preciosas. Los europeos y su eterna fascinación por los polvos.

Lloré por la pimienta y me hice la pregunta. En mi soledad, lejos de los grupitos políticos, lejos de sectas religiosas e influencias familiares, lejos de hordas de intelectuales y escritores, realicé honestamente el interrogante espiritual. Me tragué una cucharada de arroz curri (por ponerle un nombre, porque igual podría llamarse arroz soledad) y pregunté ¿qué es el perdón?

Una estudiante, aclarando la afirmación de la estudiante mencionada anteriormente, me dijo que no era humano el perdón, que esto no estaba en las manos de las personas. Recordé entonces la canción de Fito «… El perdón es lo divino».

Las FARC entran a una iglesia y piden perdón. ¿Cómo carajos puede alguien pedir perdón? Claro, se entiende la intención, se abona que alguien reconozca que cometió un daño, pero ¿que el otro reconozca que su actuar ¿puede producir el perdón? Por sí mismo no, entonces ¿cuál es la naturaleza de pedir perdón?

Las raíces etimológicas del perdón nos llevan a la gracia y al ser dueño de algo. La gracia, en este caso, puede ser entendida como reconocerse parte de algo, o, reconocer en el otro parte de lo nuestro. Es una identificación en un sentido esencial. En cuanto a ser dueño, se conecta principalmente con la gracia, porque el que posee o tiene autoría sobre algo, reconoce que su posesión hace parte de su propia individualidad.

El perdón es un don. No es algo que se nos da, como creen muchos, pero sí es divino. Se refiere a una mirada desde afuera de nosotros mismos. No es la mirada de un ser superior, que quede claro. Más bien, es un éxtasis, un mirarse desde afuera. El individuo no puede aceptar el daño, el dolor causado por otro porque lo considera ajeno a su propia humanidad. El perdón es una consciencia de que el otro, incluso con sus actos, es parte de uno, de lo propio; que el sufrimiento que se ha experimentado hace parte de nuestra propia historia y, por más doloroso que parezca, eso que sucedió nos hace ser lo que somos.

Le escribo un mensaje a ella. Reconozco que el dolor causado me hizo ser. Perdonar no es aliviar nada. Es dejar que todo sea. Esta es una especie de consciencia. La libertad del que sabe que más allá de nosotros como humanos, nuestras acciones no son nada comparadas con la muerte y que lo bueno y lo malo solo son etiquetas humanas. El perdón es lo divino. Es la mirada de los dioses que habitan la tierra, nosotros, los que superan la condición humana del rencor. Por eso, causa terror la idea de desbordarnos a nosotros mismos y vernos en los ojos de los otros, en ser los otros, porque es espantoso el hecho mismo de perdernos en el otro. Este es el terrorismo celestial.

A la mañana siguiente preparé un café. El café debe estar cargado. Las agüitas de café que se comparten en tiendas y en casas colombianas no tienen perdón. La condición real del café es ser oscuro y fuerte, este es su don.

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