Kevin Siza Iglesias
@KevinSizaI
No se equivocaba Hernando Valencia Villa cuando afirmaba que, desde la primera independencia, todas las constituciones en Colombia han sido cartas de batalla que dan cuenta del estado de la correlación de fuerzas políticas entre las clases y de su relación directa con conflictividades sociales y armadas, que han constituido la idea del derecho como gramática de la guerra.
A diferencia de las ocho constituciones anteriores, que resultaron de victorias político-militares de liberales o conservadores, la de 1991 fue producto de los Acuerdos de paz parciales logrados con algunas insurgencias, encabezadas por el M-19 y de la movilización del poder constituyente hastiado del estado de sitio, del bipartidismo, la democracia restringida, el terrorismo de Estado y la creciente centralidad del narcotráfico, heredados de la Constitución conservadora de 1886, de sus reformas parciales más importantes como las de 1910, 1936, 1968 y de la guerra como dinámica persistente de la realidad colombiana.
Su composición integró mayoritariamente a liberales, conservadores y las izquierdas articuladas entre partidos, movimientos sociales y firmantes de paz, de lo que derivó una carta constitucional que avanzó en el reconocimiento de derechos fundamentales y mecanismos de amparo para su defensa, pero constitucionalizó el proyecto neoliberal en el régimen económico y de hacienda pública, constituyéndose en una verdadera antinomia constitucional, que se manifiesta en la imposibilidad sistémica de darle desarrollo a su contenido social por los límites y condiciones impuestos por el mercado y el capital.
Existe hoy una tensión entre la soberanía popular, que exige cambios estructurales, y la Constitución como síntesis jurídica del orden de derechos del capital constituído. Como Ulises, las clases dominantes han intentado siempre atar al poder constituyente soberano a los mástiles anclados a diseños constitucionales que imposibilitan la eficacia de los derechos sociales, la profundización de la democracia y la construcción de la paz integral, dinámicas que hoy son interpeladas por un disruptivo proceso constituyente que emerge.
El poder destituyente, que le antecede, fue instalado por la rebelión social y popular del 2021. Desde ese momento se desató el poder constituyente impulsado, además, por las consecuencias sociales y culturales del Acuerdo de La Habana, para materializar cambios estructurales, logrando la elección de Petro. Las resistencias sistémicas a los cambios lo han estimulado, configurando un tiempo liminal en el que la principal disyuntiva está entre el avance del proceso de cambios o la continuidad del vigente orden de dominación de clase.
Debe fortalecerse el protagonismo popular para constituir una fuerza capaz de ganar una correlación favorable a los cambios profundos en la sociedad colombiana, que se traduzcan en la superación del neoliberalismo, una democracia popular y la construcción de un nuevo Estado al servicio de las mayorías.
El horizonte del proceso constituyente debe asumirse como disputa en la sociedad, acumulando hacia una estrategia de refundación del Estado que, vía Asamblea Nacional Constituyente, ponga fin a su captura por los mercados, el capital y las clases dominantes que temen el fin de sus privilegios.