En Colombia, la Ilustración y el proceso independentista transmitieron la esperanza de un Estado y una sociedad plenamente modernas. La violencia bipartidista y la represión conservadora extirparon los intentos de modernidad
Simon Trejos
En los colegios siguen aprendiendo que la independencia de Colombia se vio influenciada por las ideas de la ilustración y la revolución francesa y americana. Lo que no se enseña es que para el momento de la independencia, nadie tenía las ideas modernas de la ilustración en la cabeza.
Al día de hoy, Colombia es la hija mestiza de la tradición medieval española y los pequeños estallidos por entrar en una ilustración con particularidades colombianas.
La ilustración, en las altas esferas de las academias de Francia hacia el oriente, representó el tránsito al nacimiento del Estado moderno, basado en los sistemas participativos y que contaba con una separación de poderes consciente del nepotismo que trae consigo el poder. Con ella llegó también la democratización de los saberes, buscando que la sociedad alcance algún día la mayoría de edad. A España y sus colonias, esas ideas no llegaron hasta mucho después. Y desde algunas perspectivas, aún no llegan.
En aquella época de la independencia, la ilustración había llegado en uno que otro libro a las élites criollas, que no solo estaban pensando en otro modelo, sino que se oponían a todo lo francés y que recordara a Napoleón.
El Estado moderno que seguimos buscando
La gente que cantó el 20 de julio tampoco estaba proclamando la fundación de un Estado neogranadino. Los cabildos de las colonias y su sistema de representación ante la Corona funcionaban como la evidencia de algo que comenzaba a parecerse a un Estado moderno basado en la participación y la democracia.
Felices con un sistema así, que no se veía en las colonias británicas, los santafereños cantaron “¡viva el rey!”, quien tenía su línea directa de diálogo con la Nueva Granada, y “¡abajo el mal gobierno!” de Pepe Botellas y que les arrebató esa estructura semidemocrática ya establecida. Nadie, en ningún rincón de Colombia, estaba gritando, “¡que viva la República ilustrada de la Nueva Granada!”.
Es difícil, desde el término “independencia”, llamarle así a ese periodo. No podía haber un Estado moderno que fundar si nadie andaba pensando en un Estado, y menos con un sector considerable de la élite dirigente dedicada a conservar el esclavismo, feudalismo y demás ismos insignias del Medioevo. Más bien, podría comprenderse como la primera de muchas guerras civiles por el poder sobre el territorio del siglo XIX.
La “neogranadinidad”
Diría el psicoanálisis, que solo vendría a haber un sentido de “neogranadinidad” tras la reconquista y el asesinato de miles de nacionales en Santa Fe, a través de un mecanismo que irónicamente data 180.000 años antes de Montesquieu y su separación de poderes, o de Bolívar y su campaña libertaria: el instinto gregario del ser humano.
Tras el 20 de julio nos encontrábamos en una masa neogranadina que, por el comportamiento natural de las muchedumbres, no obedecía a los discursos racionales, sino al misticismo, a las palabras bonitas y el impulso de supervivencia. Entre estos, resalta el de juntarnos una vez podemos concebir un enemigo común que nos amenace.
Este comportamiento primitivo (que además de premoderno, es prehistórico) ganó la guerra de la reconquista. Solo nos convertimos en “nosotros, los neogranadinos” porque habían unos “otros, los españoles” que venían a acabar con nosotros a menos que acabáramos con ellos primero.
Bajo esa lógica, en la que la ilustración aquí no hizo nada por la independencia, ¿en qué queda esa corriente en el contexto colombiano?
Aunque lo hizo por medio de un mecanismo distinto, resultó en los cimientos del concepto de nación y pertenencia del país, más bien como un agente escandalizador que entró a pelear por el poder que como verdadero horizonte del progreso. Desde la democracia revuelta con clasismo demoledor que se impuso en la Nueva Granada, el apelar por el instinto gregario del enemigo se convirtió en la fórmula política por excelencia: primero, lo fue con la rivalidad entre realistas y republicanos; luego, centralistas y federalistas; hasta llegar a mitades del siglo XIX con la fundación del partido Liberal y el partido Conservador.
El que cada gremio ideológico contara con un antagonista directo afianzaba a sus miembros internamente. Desde el bando conservador, el discurso era “salvar a Colombia de los rojos, enemigos de Dios y todo lo que es bueno”; y desde el bando liberal, el discurso era “salvar a Colombia de los godos, enemigos del progreso y apologistas del oscurantismo”. Y de época en época, seguimos en esas, donde solo somos herencia colombiana en la medida en la que veamos a alguien que quiera acabar con esa herencia.
Este es el gran regalo maldito de la ilustración en Colombia: fue una caja de Pandora que trajo consigo la esperanza de un Estado y una sociedad plenamente modernas –que en los periodos de régimen liberal se desarrolló a pasos agigantados– acompañada del gran mal de la violencia bipartidista y la represión conservadora que buscaba extirpar los intentos de modernidad en el país.
El derecho a saber
Los intentos del siglo XX por separar la educación del consejo episcopal, la fundación de las escuelas normales superiores, las iniciativas campesinas de formar radio-escuelas y redes comunitarias de comunicación todas son rasgos de una ilustración –además, es una ilustración colombiana cada vez menos europeizada– que está buscando abrirse camino en la sociedad y, como proclama la modernidad, que el saber sea de todos y no de unos pocos.
La gran promesa del siglo XX es el amanecer de una sociedad que va buscándose la mayoría de edad a pesar de la represión estatal y social. Diría el cantautor argentino Piero, que “cuando el pueblo sabe, no lo engaña un brigadier”. Continúa, además, “que para el pueblo debe ser lo que es del pueblo”, encontrando apoyo en Víctor Jara, quien pide “desalambrar, que la tierra es tuya, y mía y de aquel”.
Desde los impulsos de pequeños ilustrados en Nuestra América, esa élite con acceso al saber está dejando de depender de la plata y el apellido. Está dejando de ser una élite, para ser del pueblo, que reconoce no solo lo que pregonaban figuras melquiádicas como Kant y Montesquieu, sino lo que tienen para contar los mamos, los tupamaros y aquellos a quienes catalogamos como nadies.
La ilustración contemporánea, esa que continúa en el siglo XXI es además criolla: nacida en cuna de blancos, embarrada en tierra andina y buscando la mayoría de edad para la soberanía popular. Claro, es fácil ver la avalancha de la clase dirigente y su gobierno de fusiles y pensar que esta ilustración contemporánea se mantendrá un sueño en las aulas de las universidades libres de Colombia. Pero es a través de la educación que se cambia una cultura.
Vamos siendo más los y las hijas de quienes votaron por el no que vemos en la paz un derecho y un deber fundamental. La lucha estudiantil dejó de estar obligada a tomar fusiles para poder trasladarse al diálogo en primera instancia, a pesar de la estigmatización en la que a los estudiantes se nos sigue llamando guerrilleros (cabe preguntarse, en su fundamento, ¿tienen significados distintos?). Tenemos un pueblo de nuestro lado y la responsabilidad de mantener vivo ese horizonte de la ilustración con particularidades colombianas. Y en últimas, como Mercedes Sosa, “que vivan los estudiantes”, ¿no?.