+57, El Streaming y el Reguetón

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Sebastián Salazar Monsalve (*)

El género del reguetón se ha encarnado en los oídos, las caderas y las mentes de millones de personas alrededor del mundo. Es un género que, con su estilo, conquistó e instaló su estética sonora y sus formas musicales como la fórmula perfecta que instaura el capital. Así, logra apuntalarse en la pirámide de la industria musical, del streaming y del consumo cultural.

Las plataformas de streaming nos permiten observar con suma claridad las dinámicas entre los mercados, los consumidores y los entornos culturales. Spotify, una empresa sueca que permite a sus usuarios escuchar música, podcasts y ver videos, ha registrado más de 3,600 millones de horas escuchadas de reguetón, lo que equivale a más de 412,000 años de reproducción. Esto posiciona al reguetón como el género más escuchado en la plataforma.

Colombia se sitúa como el quinto país que más consume reguetón en Spotify, siendo México el líder de la lista, seguido por Chile, Argentina y Perú. Gracias a este alcance obtenido en los últimos diez años, el capital, el streaming y el consumo cultural han instaurado al reguetón como un género musical que busca representar la identidad cultural de los países del centro y Sudamérica.

Que el reguetón se sitúe dentro de la identidad cultural de los países latinos ha desencadenado uno de los mayores debates musicales y culturales del siglo. La discusión se centra en cómo este género ha afectado el ejercicio creativo y artístico de la música. Sus detractores señalan un desempeño mediocre, mientras que otros destacan los patrones de la composición lírica y cómo estos han normalizado discursos sexualizados y violentos.

El primer punto, la discusión netamente musical, parte en muchos casos del desconocimiento. El patrón rítmico principal del reguetón tiene una rica historia musical y cultural. Este género es una transición del reggae y el dancehall hacia elementos sonoros propios, influenciados en parte por avances tecnológicos, generando así una nueva forma musical y estética. Por ello, el reguetón tiene una gran riqueza rítmica implícita, que se desarrolla de manera destacable. Gracias a este ejercicio sonoro y rítmico, logró capturar a una gran cantidad de oyentes.

El segundo punto, el más álgido, radica en el patrón lírico de sus composiciones y las implicaciones que estas tienen dentro de un género que se ha venido instaurando como identidad cultural de los países latinos. Este debate ha cobrado fuerza con el lanzamiento de la canción «+57», que reunió a grandes íconos de la música urbana en Colombia: Karol G, J Balvin, Feid, Maluma, Ryan Castro, Blessd, Dfzm y Ovy On The Drums.

La canción, cuyo título hace referencia al indicativo telefónico internacional de Colombia (+57), es una estrategia de marketing para seguir posicionando al género como identidad cultural y continuar catapultando a estos artistas, quienes están generando un gran impacto. Sin embargo, fue recibida con indignación, incluso por los mismos consumidores del género.

La controversia surgió a raíz de una frase que alude a la sexualización de menores de edad. En ella, se insinúa que llamar “mamacita” a una niña de 14 años está bien, presentándolo como un acto normal y aceptable. Algunos de los participantes defendieron la frase de manera grosera, argumentando que la preocupación de los colombianos carece de validez y que “al que no le guste, que no la escuche”.

Otros artistas intentaron defender la canción afirmando que la letra había sido malinterpretada, pero el mensaje es explícito: frases como “mamacita de los fourteen” (14 en inglés) proponen una visión sexual de una menor de edad.

Este es el núcleo del problema y su gravedad: el consumo masivo de este género durante los últimos 20 años ha logrado normalizar la sexualización, la violencia y el consumo de sustancias en las letras y los videos. Esta normalización ha llevado a que actos como la sexualización de menores no sean percibidos como problemáticos por estos artistas.

Es preocupante que estas figuras públicas, que buscan “representar la cultura del país”, muestren un distanciamiento significativo y descarado frente a las realidades que afronta Colombia, especialmente en temas como la violencia contra niños y niñas, la prostitución infantil, el matrimonio infantil y la violación de menores. Estas problemáticas son particularmente graves en ciudades como Medellín, de donde provienen varios de estos artistas.

Estos cantantes, a quienes como sociedad de consumo hemos impulsado y posicionado, han ignorado en repetidas ocasiones las dificultades del país. Han permitido que su imagen y su música refuercen una política de estado que perpetúa desigualdades estructurales, ya sea durante el estallido social, la pandemia o a través de composiciones irresponsables que no consideran la responsabilidad social de las expresiones artísticas.

Colombia sigue siendo un país inseguro para la niñez. Según el Instituto Nacional de Medicina Legal, en el último año se registraron más de 19,000 casos de abusos sexuales contra menores, es decir, más de 50 por día. La mayoría de las víctimas tienen entre 12 y 17 años (55.86%), seguidas por niñas y niños de 6 a 11 años (31.88%).

Mientras la niñez continúa siendo violentada, como sociedad seguimos dando poder a artistas que promueven la sexualización de menores, la violencia contra las mujeres y el consumo desmedido. Ejemplos como el videoclip de J Balvin, señalado por misoginia, violencia y racismo, donde el cantante aparece con dos mujeres negras amarradas del cuello como un par de perros refuerzan esta problemática.

Es crucial que, como sociedad, hagamos un cambio en nuestro consumo cultural. No es necesario renunciar al ritmo y al baile que nos ofrece el reguetón, pero sí debemos ser responsables al elegir quiénes nos representan culturalmente y cómo lo hacen. El perreo puede continuar, pero deben cesar la sexualización de menores y la promoción de violencia en las canciones, sin importar el género.

(*) Musico y profesor

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