“La idea es confrontar el poder absoluto con la impotencia absoluta. Era una manera de acercarme hacia lo humano”, Albert Serra
Juan Guillermo Ramírez
Un rey, el más grande y longevo de todos en la historia de Francia, reposa en la cama. Son sus últimos días. Y ahí, en el gesto íntimo de su desnudez, de su contacto con la muerte cercana, se desvanece la vanidad y el secreto más íntimo y oculto de la carne, del dolor de estar vivo. De eso trata y así se resuelve, en el espacio limitado y perfecto de una habitación, La muerte de Luis XIV de Albert Serra, que sigue trabajando a su manera la historia y el mito. El cine de Serra nunca había mostrado tal nivel de concreción.
Si bien hasta ahora Serra se había interesado por tratar el pasado histórico desde la óptica de mitos de ficción: Don Quijote en Honor de cavalleria (2006), los Reyes Magos en El cant dels ocells (2008), Drácula como némesis tenebrosa de Casanova en Història de la meva mort (2013), ahora, el catalán se limita a los hechos concretos de los últimos días del Rey, tal y como fueron relatados en las memorias del duque de Saint-Simon.
Serra recoge la huella del Rossellini de La toma de poder de Luis XIV para humanizar al rey escuchando con estetoscopio su último suspiro, postrado en su habitación, con una pierna gangrenada. No salimos del dormitorio, y la sensación de tiempo real, abrazado a las sábanas, desdramatiza la muerte y desviste al poder de su boato. La fiel y rigurosa reconstrucción histórica de la agonía del rey se complementa, como siempre en Serra, con una deconstrucción del mito, que aquí es doble: el del monarca que afirmó El Estado soy yo y el de Jean Pierre Léaud, que encarna el cine moderno.
Lo humano
El cuarto del Rey es el marco de una serie de hermosos, barrocos y oscuros tableaux mourants, más que vivants, en los que los médicos de una ciencia balbuceante se agitan alrededor del cuerpo progresivamente vencido por la gangrena. Y en el centro del cuadro brilla un inmenso Léaud, magnético y misterioso, que ofrece un recital en clave mínima de su taciturna aceptación de la muerte. Una muerte que algunos han querido ver como la del mismo cine, cosa nada descabellada, no solo porque Léaud nació casi literalmente con la Nouvelle Vague, sino porque Serra bien podría ser su último eslabón.
Cuanto más se prolonga el patético espectáculo, más se mete bajo la piel, y la película termina con una potente mezcla de lo desgarrador y lo humano como retrato de una comunidad ritualizada que lucha por mantener la cordura frente a la decadencia humana. El escalofrío producido no es muy distinto al de ‘La lección de anatomía del doctor Tulp’ de Rembrandt, a la que Serra parece estar profundamente en deuda.
La iluminación otoñal característica del pintor y la limitación del espacio de fondo se reflejan en los esquemas de luz de velas y el entorno tipo cueva de la propia película, que se revela periódicamente para invocar un arco de proscenio con la cama de Luis como pieza central.
Composición de imágenes
Serra había hecho referencias a los viejos maestros antes, pero nunca con tanta confianza y agudeza técnica como lo hace aquí, y esta nueva fuerza estética, junto con la confianza depositada en una presencia como Léaud, hace de La muerte de Luis XIV el mejor trabajo del director hasta el momento.
Nos muestra que los acontecimientos monumentales pueden transmitirse a través de los detalles más pequeños. Una serie de imágenes exquisitamente compuestas, cada una iluminada como una pintura de un viejo maestro con el suave resplandor de las velas. Presenta los últimos días del hombre que era conocido como el Rey Sol. Se mezclan lo muy familiar con lo muy extraño en esa habitación.
Los médicos de hoy reconocerían la forma en que los médicos del rey deliberan, debatiendo los méritos relativos del estudio académico y la experiencia del mundo real. Pero los tratamientos se parecen más a los de tres siglos antes de Luis XIV que a los de hoy, 300 años después. Uno de los médicos del rey trae una caja con docenas de compartimentos, cada uno con un ojo de vidrio utilizado para el diagnóstico, la coincidencia más cercana parece sugerir que la leche de burra es el tratamiento adecuado.
Los pequeños, pero maravillosamente ricos detalles de la película nos invitan a entrar: el temblor de una mejilla arrugada, el arco de una ceja, el parpadeo de una vela y, especialmente, el diseño de sonido, soberbiamente evocador.
Fin de un reinado
En la única imagen real de la película al aire libre, se ve por primera vez a un enfermo Luis que es empujado en una silla de ruedas por un exuberante paisaje de Watteau. Al principio, todavía está lo suficientemente sano como para jadear al unísono con los amados perros de la corte, y parece que el alivio colectivo de Versalles está en camino cuando recupera brevemente el apetito. Pero su enfermedad actual es una calle de un solo sentido, y la película se dedica a revolotear sobre él mientras empeora.
Si la película de Roberto Rossellini era una crónica inteligente del cálculo político, en la que el joven Luis demostró un agudo reconocimiento de la importancia del simbolismo para acumular poder y utilizó la ostentación como herramienta para cortejar a una aristocracia celosa, La muerte de Luis XIV de Serra retrata la persistencia de tales protocolos al final de su reinado.
Los miembros del séquito, mucho más acostumbrados a la politiquería que a enfrentarse a la mortalidad, hacen todo lo posible por salvar las apariencias, sin estar dispuestos a admitir la impotencia o la ignorancia ante la perspectiva de la muerte inevitable del rey.