Alfredo Holguín M.
«Sé que una cosa no hay. Es el olvido», escribió Borges. Pues bien, los guatemaltecos no han olvidado la primavera democrática de la revolución de octubre de 1944 y el pasado 20 de agosto los reaccionarios sufrieron una especie de déjà vu de eterno retorno político: el viento de la historia sopló desde el pasado recordando hechos acaecidos.
Sí, son casi 80 años desde los gobiernos de José Arévalo y Jacobo Árbenz y casi 70 del golpe orquestado por la CIA, la United Fruit Company y el Establecimiento ladino-oligárquico que prefirió desangrar al pueblo, matar la democracia en flor, entregar la gestión a los militares y continuar en condición de república bananera.
La Revolución trajo cambios significativos: el derecho laboral, de organización y de huelga; la seguridad social; la reforma agraria; el voto femenino y eliminó el sufragio censitario; reforma educativa y la autonomía universitaria; infraestructura deportiva; reforma monetaria; ferrocarriles y la ruta del Atlántico, entre otras. La contrarrevolución abolió la Constitución de 1945 y, con ella, la soberanía nacional. Sin embargo, hubo logros que perduraron y sirvieron de incubadora a las semillas de la resistencia: la autonomía universitaria, el impulso a la educación, los derechos de participación, a la tierra y a rebelarse.
Los militaristas necesitaban la guerra y aplicaron la política de tierra arrasada entre 1960-1996, convirtiendo los estados de excepción en regla permanente. Ante el cierre de espacios políticos y la sangrienta arremetida contra las voces antidictadura, la mayoría de las fuerzas democráticas, entre ellas un sector castrense, hicieron uso del derecho legítimo a la rebelión.
En este largo periodo de 36 años, según la Comisión para el Esclarecimiento Histórico y la ONU, la guerra dejó un triste saldo de 200 mil muertos, 45 mil desaparecidos y cerca de 100 mil desplazados. El Estado fue responsable del 93 por ciento de los hechos victimizantes.
La dirigencia del movimiento obrero, campesino e indígena, del movimiento estudiantil, incluida la intelectualidad fue desplazada, asesinado y/o desaparecida. La oligarquía aliada con el Opus Dei e «iglesias cristianas» encomendaron a los militares crear las PAC con cerca de 500 mil paramilitares profundizando la matanza y acorralando a la insurgente Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca. El pueblo del Popol Vuh tampoco olvidó los crímenes.
El contexto internacional favoreció la iniciativa del Grupo de Contadora (1983) y sin la presión de la confrontación Este-Oeste, los latinoamericanos, sin permiso del Tío Sam, le apostaron a la paz y la democracia en Centroamérica. La lucha por la paz le dobló la mano a los guerreristas y la irrupción de Rigoberta Menchú fortaleció la iniciativa de paz y la memoria colectiva. Guatemala celebró en 1996 la firma del Acuerdo Final de Paz.
En 1999 le pusieron otra mina a la paz. Se perdió la refrendación del Acuerdo y el panorama se tornó aciago. Ya habían asesinado a Monseñor Gerardi, quien publicó Guatemala: Nunca más. No obstante, las provocaciones optaron por no olvidar que la guerra es el arma principal de los opresores.
Con las armas silenciadas y sin paz social, el pasado domingo las semillas encapsuladas, llenas de esperanza, rebrotaron. En 1944, Juan José Arévalo y Arbénz con el 80 por ciento de apoyo araron el camino de la paz. Hoy, con la paz postergada y erosionada, con un 59 por ciento de apoyo, Bernardo Arévalo nos recuerda el grito de pared: «es prohibido olvidar».