Manuel Antonio Velandia Mora PhD
La Jurisdicción Especial para la Paz emitió su primera sentencia contra siete antiguos comandantes de las Farc por los crímenes de secuestro. Lo hizo luego de las audiencias de verificación celebradas en agosto de 2025. Esta sentencia, histórica, no impone prisión: contempla Sanciones Propias, un camino restaurativo que propone trabajos reparadores y restricciones de libertad, con el propósito de sanar algo de lo que fue herido, de impedir que la violencia regrese y de transformar la vida de quienes aún cargan las marcas del conflicto. La sanción ha sido de 8 años.
A mí no me secuestraron; sólo arrojaron una granada de fragmentación a mi casa; la explosión aún sacude mis oídos y a veces se cuela en mis sueños, pero, comparado con lo que vivieron las víctimas de violación, podría decir que “a mí no me pasó nada”. Y, sin embargo, sí pasó. Como también pasó la violencia sexual, tan común, tan silenciada, tan brutal, ejercida contra mujeres y hombres en medio de la guerra. Porque el cuerpo fue otro campo de batalla, y el daño no se borra con los años ni con las cifras.
Siendo refugiado en España, acompañé emocionalmente a víctimas del conflicto que, como yo, buscaban rehacer su vida en Europa. Escucharles fue descubrir que el dolor no tiene una única forma, y que el daño emocional opera de manera distinta en hombres y mujeres. En los hombres heterosexuales, atrapados en un esquema machista que dicta: “si te violaron, algo hiciste”, la herida se vuelve aún más cruel: se transforma en un secreto sepultado bajo vergüenza, culpa y miedo. Un testimonio que no se atreve a salir de la garganta. Esa idea cruel y equivocada no solo hiere, también silencia.
En ellos, la violencia sexual se transforma en un secreto sepultado bajo capas de vergüenza, culpa y miedo. No es un detalle menor de sus historias: es una herida que ocultan incluso a sus parejas, temiendo no solo ser incomprendidos, sino rechazados. Algunas mujeres —ellas también atravesadas por imaginarios patriarcales— llegan incluso a responsabilizarlos, como si haber sido víctimas los hiciera menos hombres o sospechosos de algo más. Recuerdo el testimonio de un hombre cuya esposa, al enterarse, lo dejó. Le dijo: “a las que se viola es a las mujeres (…) si te violaron fue por algo”. Esa revictimización diferenciada es también una forma de impunidad.
Ese silencio impuesto, esa revictimización diferenciada, es también una forma de impunidad. Porque no basta con reconocer el horror vivido, también hay que desarmar los prejuicios que lo perpetúan.
Escuchar las voces de los victimarios revela lo inaceptable: que la violación fue usada como un arma más, como si perteneciera al inventario técnico de la guerra. Y lo más brutal no es solo el acto, sino la indiferencia con la que se asumía el “daño colateral”; Lo narran sin estremecerse, como si el cuerpo violentado no pesara ni en la memoria ni en la conciencia. Sí, la Paz les cambió las explicaciones sobre el cuerpo, el delito y la violencia sexual. Pero ese despertar tardío no borra lo hecho: solo muestra cuán normalizada estuvo la barbarie, cuán profundamente el patriarcado impregnó incluso los discursos revolucionarios.
Porque en la guerra —como en el machismo— el cuerpo del otro se vuelve territorio disponible, y el deseo, una excusa para ejercer dominio.
Pero antes que combatientes, fueron hombres formados en el falocentrismo más crudo, donde el deseo no es vínculo, sino dominio; donde el cuerpo del otro no es sagrado, sino campo de batalla.
En esa lógica torcida, el cuerpo dejó de ser territorio de paz y se convirtió en botín. Las violaciones, las “felaciones” forzadas, las penetraciones impuestas, fueron moneda común, tanto en los campamentos armados como en los retenes de la fuerza pública. En Colombia, esa violencia sexual no fue exclusiva de la guerrilla. Bajo el “Estatuto de Seguridad” de Turbay Ayala, incluso después de haber dejado de ser delito la homosexualidad, miembros de la Policía practicaban con saña el correctivo sexual, dirigido contra homosexuales y mujeres trans.
Porque no bastó con que se derogara el Código penal de 1936 y dejara de ser delito la homosexualidad para que cambiara la cultura. El cuerpo disidente, “afeminado”, visible, siguió siendo perseguido. La guerra contra la diferencia se libraba en la calle, en las comisarías, en los centros de detención. Y muchos de esos crímenes, aún hoy, ni siquiera han sido nombrados como lo que fueron: violencia sexual con fines de exterminio simbólico.
Algunas palabras como perdón, olvido o incluso reparación siguen sonando ajenas, como si aún no encontraran su lugar entre los escombros emocionales que deja la violencia. En mi caso, fue el ARTivismo lo que me permitió resistir, resignificar y reconstruirme. Si no hubiera sido por ese ejercicio creativo de resiliencia, quizás aún estaría hundido en el silencio del daño.
Yo no tuve la oportunidad de mirar a los ojos a quien me hizo daño. Pero en las transmisiones de la JEP he visto que, para algunas víctimas, ese cara a cara no busca castigo, sino verdad. No se trata de venganza ni de que el victimario pierda su libertad, sino de que la víctima recupere la suya: la de hablar en voz alta, la de contar lo sucedido sin vergüenza, sin miedo, sin carga. Cuando un victimario asume su responsabilidad, expresa arrepentimiento y se compromete con la Paz, se abre una grieta luminosa en la oscuridad. No siempre ocurre, pero cuando pasa, es profundamente reparador.







