Federico García Naranjo
@garcianaranjo
Vicky Dávila está en campaña y, según las últimas encuestas, no le va mal. Su irrupción, por ahora prometedora, ha sido vista con sorpresa, pero de ninguna manera es una anomalía. El pensamiento conservador se ha radicalizado hacia posiciones cada vez más extremas, adoptando formas propias del neofascismo. Dávila es, sin duda, una buena exponente de ello.
Hoy, uno de los problemas del antipetrismo, además de no cohesionar una propuesta, es su profunda división. Esta ruptura no solo es por personalismos (como Vargas Lleras, Uribe, Claudia López), sino también por diferencias ideológicas: liberal-conservadores tradicionales, uribistas y la centroderecha “verde”.
En ese escenario, Dávila está ganándose un nicho de votantes ultras al aplicar los manuales de comunicación política de Steve Bannon, estratega de Trump. Su actuación ha sido tan fiel a ese guión que, en ciertos momentos, se asemeja a otra destacada intérprete del mismo papel: la presidenta de la Comunidad de Madrid, España, Isabel Díaz Ayuso. Ambas parecen calcadas en sus gestos, la construcción de su relato o la forma como fabrican a sus enemigos. Y así como Ayuso en un futuro probablemente será presidenta del Gobierno de su país, aquí deberíamos tomarnos más en serio a la experiodista.
Ambas son carismáticas, no especialmente cultas, pero sí muy hábiles ante los micrófonos. Cuentan con un poderoso aparato de medios de comunicación que normaliza cada exabrupto que dicen. En su narrativa apelan a las emociones, atrayendo como público a una clase media desencantada, precarizada y temerosa.
Ambas usan el miedo y el odio para azuzar las bajas pasiones de sus seguidores, dirigiéndolos contra un enemigo que ellas mismas fabrican, un chivo expiatorio para todo lo que salga mal. Ese enemigo no solo incluye a los “sospechosos habituales”, como inmigrantes o pobres, sino también al presidente del país. Pedro Sánchez allá, Gustavo Petro aquí.
Estas dos mujeres, en palabras de Natascha Strobl, encarnan personajes con una “excesiva seguridad en sí mismos”, rasgo propio de la ultraderecha, que se traduce en una “performatividad anormal” que transgrede las reglas básicas de la cortesía política. Por ello insultan, descalifican al adversario, centrando su estrategia en narrativas más que en propuestas. Lo más preocupante es que esta agresividad se presenta ante el público como rebeldía e “incorrección política”, mientras deslegitiman al oponente, desmantelan la escenificación propia de la política y, con ello, socavan la política misma.
Combatir hoy a la ultraderecha comienza por entenderla y estudiar sus estrategias. No subestimemos el peligro que representan figuras como Vicky Dávila, que, aunque pueda parecer una caricatura ─y lo es─, encarna una amenaza real. Figuras grotescas como ella, Polo Polo o JP Hernández serán cada vez más frecuentes en nuestra política espectáculo criolla.
Y no es solo que puedan ganar, es el daño que pueden hacer.