Mónica Andrea Miranda Forero
@Emedemoni_
En Bogotá, los lugares desaparecen más rápido de lo que la ciudad reconoce. Un humedal se seca, una calle cambia de nombre, un barrio se encarece hasta expulsar a quienes lo hicieron posible. La gentrificación ya no es un concepto académico: es la forma cotidiana en que la ciudad se vuelve ajena a su propia gente. Y cuando estos procesos se hacen sin la comunidad, el resultado no es “renovación urbana”, sino ruptura del tejido social, pérdida de identidad y silenciamiento de memorias que, sin defensa, se hunden bajo las lógicas del mercado.
El barrio Prado Pinzón, en Suba, carga una de esas memorias silenciadas: la Laguna Grande del Prado, un cuerpo de agua que existió durante décadas y que hoy subsiste apenas en los relatos de las familias más antiguas. La laguna desapareció sin un acto público, sin un registro oficial, sin que alguien reconociera su papel en la vida del territorio. Su desaparición refleja la forma en que el desarrollo urbano suele operar: borrando lo que no encaja en el ideal de ciudad rentable, eficiente y “moderna”.
Para disputar ese vacío nació la colección de cuentos “Laguna Grande del Prado: memorias de una laguna que desapareció”, escrita por el Colectivo Suba la Voz gracias a la beca Emma Reyes del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural. Estos libros —relatos inspirados en entrevistas a vecinas, vecinos, lavanderas, familias migrantes y jóvenes del barrio— reconstruyen una memoria que la ciudad decidió ignorar. No son solo cuentos: son un acto político de resistencia frente al olvido institucional. La colección fue lanzada el pasado 29 de noviembre en el barrio, y nos invita a pensar que la gentrificación no solo expulsa físicamente: también desplaza simbólicamente.
Cuando la historia de un territorio no se cuenta desde sus habitantes, se convierte en un terreno fértil para decisiones que desconocen la vida comunitaria. Es allí donde los planes de renovación se imponen sin diálogo, donde la participación ciudadana se reduce a socializaciones de trámite, y donde la ciudad se vuelve mercancía antes que hogar.
En Prado Pinzón, la laguna se cubrió de cemento y su historia quedó reducida a fragmentos. Recuperarla desde la palabra es una manera de disputar quién tiene derecho a contar lo que es Bogotá. La memoria, cuando se construye colectivamente, se convierte en herramienta política: en la posibilidad de reclamar arraigo, identidad, vivienda digna y ciudad para la vida.
En tiempos donde los proyectos urbanos avanzan sin preguntarle nada a las comunidades, estos libros demuestran que la resistencia también puede ser narrativa. Que sembrar memoria es sembrar futuro. Y que frente a una ciudad que se reinventa expulsando, las comunidades pueden reinventarse resistiendo: recordando, escribiendo y defendiendo los territorios que aún laten bajo el concreto.








