Yudy Patricia Calderón Silva
@YuddyCalderonS
El pasado primero de mayo, cuando las marchas del Día del Trabajo hacían vibrar las calles, el Gobierno radicó ante el Senado la Consulta popular que recoge el núcleo de la frustrada reforma laboral. El artículo 104 de la Constitución convierte este recurso en puente entre movilización social y norma: el Senado dispone de veinte días, prorrogables a diez, para autorizar o bloquear que la ciudadanía se pronuncie sobre doce preguntas.
La iniciativa parte de un principio elemental: toda labor genera valor y merece protección, la desempeñe un operario industrial o una recicladora de oficio. Contempla jornada decente, recargos justos, seguridad social para trabajadores de plataformas de reparto, contrato digno para aprendices, formalizar el trabajo rural e integrar al cuidado doméstico y la economía popular dentro del sistema de protección laboral, entre otras. Es universalismo sin etiquetas: ningún derecho debe depender de la formalidad, la geografía ni el género de quien trabaja.
El respaldo ciudadano es contundente. Encuestas recientes señalan que más de la mitad del electorado apoya la Consulta y que cada uno de sus temas supera los dos tercios de aceptación. Dar vía libre no supone un salto al vacío; alinea al Congreso con un clamor que resuena en fábricas, plazas y veredas.
Negarla sería miope. En primer lugar, porque la Ley 1757 ofrece una ruta alterna: con dos millones de firmas la sociedad puede convocar un referendo idéntico sin tamiz legislativo. En segundo lugar, porque un “No” avivaría la percepción de un Congreso sordo y convertiría las elecciones de 2026 en un plebiscito sobre dignidad laboral. En tercer lugar, porque la negativa se leería como capitulación ante los lobistas que se lucran con la precariedad.
Permitir la consulta es un acto de reconciliación histórica. Durante décadas, al sindicalismo se le estigmatizó, las mujeres cargaron con cuidados no remunerados y el campesinado envejeció sin pensión. Que el país se exprese sobre estas deudas refuerza la legitimidad democrática y demuestra que el desarrollo no puede seguir cimentado en la exclusión.
Los detractores hablan del costo fiscal, pero el verdadero precio está en la inacción: cada año perdido equivale a trabajadores sin cotizar, hogares sin estabilidad y regiones rurales condenadas a la informalidad. La consulta no resolverá todos los problemas, pero marca la ruta para enfrentarlos con respaldo popular y obliga a discutir cómo financiar la dignidad, en lugar de ocultar el debate tras tecnicismos presupuestales.
El Senado tiene una decisión sencilla: honrar la Constitución y permitir que el pueblo hable, o cargar con la responsabilidad histórica de vetar el primer ejercicio nacional para universalizar los derechos laborales.
Votar “Sí” no es claudicar ante el Gobierno; es confiar en la democracia que proclamamos defender. Cuando el lápiz llegue a manos de la ciudadanía, cada congresista podrá decir con tranquilidad que escogió el lado correcto: permitir que Colombia decida su propio destino laboral.