La deportación: la nueva arma política que traspasa lo digital

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Juliana Beltrán
@julibmoya

Pensar diferente, siempre ha sido un riesgo. Pero en los últimos meses, la persecución contra las voces críticas en redes sociales, ha alcanzado un nuevo nivel: ya no basta con silenciar, ahora se busca expulsar. Literalmente. La deportación se perfila como el nuevo instrumento de la ultraderecha para castigar a quienes piensan distinto y se atreven a decirlo.

Hace pocos días, desde sectores radicales en redes sociales, se impulsó la idea de pedirla deportación de Margarita Rosa de Francisco de Estados Unidos por sus opiniones políticas. Cuando descubrieron que es ciudadana, se volcaron contra Beto Coral, activista colombiano exiliado. Su “delito”: tener una foto con la bandera palestina y solidarizarse con una causa humanitaria. Argumentaron, sin fundamentos, que eso equivalía a apoyar al grupo terrorista Hamas. Esto mediante múltiples trinos, un space planeando el ataque y finalmente, enviando una carta al senador Marco Rubio, pidiendo dicha deportación.

La ignorancia que confunde la defensa de un pueblo masacrado con el respaldo al terrorismo no es ingenua. Es peligrosa y estratégica. Se alimenta de discursos que buscan reducir toda opinión política a una amenaza y todo activismo critico a un crimen. Lo alarmante es que la facilidad con la que cambiaron de objetivo – pasando de Margarita Rosa a Beto Coral – deja en evidencia que mañana la victima puede ser cualquier colombiano migrante, en cualquier país del mundo.

En medio de esta ola, desde la propia trinchera progresista surgía una propuesta que, aunque bien intencionada, abrió una puerta que no se puede permitir en estos tiempos. El senador Gustavo Bolívar sugirió que los influenciadores que publiquen contenidos pagos por políticos deberían usar el hashtag #PPP (Publicidad Política Pagada). En abstracto, la idea podría pensarse desde la transparencia. Pero en el contexto actual, terminó validando —sin quererlo— la narrativa que la derecha ha sembrado durante meses: que nadie apoya genuinamente al gobierno o a un proyecto de transformación, que todo respaldo es producto de contratos, pagos o favores.

Esa idea es profundamente peligrosa. Porque si nadie apoya desde la convicción, entonces toda disidencia puede ser criminalizada y toda opinión puede ser comprada. Y mientras se discute si un trino fue pagado o no, se normaliza que las herramientas más represivas del sistema se activen sin vergüenza: demandas judiciales, hostigamientos digitales y ahora, incluso, solicitudes de deportación.

Recordemos el caso de la periodista Diana Saray, por ejemplo, cuando afirmó al aire en el programa radial: 6 am de Caracol Radio, que un líder social pertenecía al brazo político del ELN. Horas más tarde, apareció muerto. Por supuesto, las reacciones a su irresponsabilidad fueron múltiples. Pero en vez de reconocer el riesgo de ese señalamiento, optó por interponer acciones judiciales contra quienes la criticaron. Otra forma de intimidar, disfrazada de legalidad.

La pregunta que debemos hacernos no es si hay pagos por publicaciones políticas, sino por qué estamos permitiendo que la persecución se normalice. En especial, cuando se trata de personas que han salido del país por diferentes razones —incluyendo amenazas— y que ahora enfrentan el miedo real de ser expulsadas desde países que no siempre garantizan el respeto a los derechos humanos.

Cuando la deportación entra al terreno de la discusión política, se cruza un umbral peligrosísimo. Porque lo que está en juego no es un trámite migratorio, es la posibilidad de que el disenso se convierta en causal de exilio forzado. Y eso no se puede permitir. Ni por error, ni por omisión, ni por cálculo político.

El debate democrático exige voces diversas, no silencios forzados. Y mucho menos, silencios impuestos bajo amenaza mediante procesos que traspasan hasta los derechos fundamentales y humanos.

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