Jeison Paba Reyes
La comunidad internacional asiste, entre discursos y silencios, al fracaso del derecho internacional frente al genocidio del pueblo palestino.
La Asamblea General de las Naciones Unidas es, en teoría, el escenario anual donde confluyen los mandatarios del mundo para mostrar la pluralidad de visiones y proyectos globales.
Sin embargo, este año ha tenido un tinte particular. Mientras algunos líderes insisten en resaltar los supuestos avances de sus democracias, en paralelo, el mundo presencia en tiempo real el genocidio más aberrante de nuestros tiempos: la aniquilación sistemática del pueblo palestino.
El paralelismo histórico es inevitable. Así como en los años treinta y cuarenta del siglo pasado fuimos testigos del trato degradante de la Alemania nazi hacia el pueblo judío, hoy observamos el exterminio de un pueblo, transmitido en directo por redes sociales y medios de comunicación.
La diferencia es que, a pesar de la evidencia, ninguna nación parece capaz de detener la barbarie. El veto de Estados Unidos, en su alianza con el poder militar israelí, ha convertido a la comunidad internacional en un espectador impotente.
La consecuencia más trágica de esta pasividad es la muerte simbólica y práctica del derecho internacional. Cada bomba lanzada sobre Gaza y Cisjordania sepulta no solo a miles de inocentes, sino también a los mecanismos de protección de derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario.
La ONU ha demostrado su absoluta incapacidad para garantizar la protección de los pueblos frente a los poderes hegemónicos. Sus resoluciones se vuelven papel mojado frente al cinismo de las potencias que, mientras hablan de libertad y justicia, financian y justifican la ocupación y la muerte.
El genocidio palestino no es un hecho aislado ni reciente. Responde a un plan sistemático, ejecutado desde finales del siglo XX, cuyo objetivo ha sido borrar de la faz de la tierra a un pueblo que, pese a la opresión, ha resistido con dignidad.
Lo que vemos hoy es la culminación de una política de exterminio sostenida en el tiempo, bajo la complicidad del silencio internacional y el doble rasero de quienes se proclaman defensores de los derechos humanos.
Gaza se ha convertido en el espejo más doloroso del fracaso del derecho internacional. Si las naciones del mundo no logran frenar este exterminio transmitido en vivo y en directo, se confirmará una premisa que cada vez gana más fuerza: que el ser humano es, en efecto, la peor plaga que ha enfrentado el planeta.
El desafío no es solo detener la barbarie actual, sino rescatar el sentido mismo del derecho internacional, creado para proteger a los pueblos más vulnerables frente a los abusos de los más poderosos.
De lo contrario, la humanidad deberá asumir que lo que se entierra en Gaza no es únicamente la esperanza de un pueblo, sino también la vigencia de un sistema de normas que alguna vez prometió frenar la barbarie.