ELN, del amor eficaz al narcotráfico: la disolución del carácter político de una insurgencia

0
64

Juan Sebastian Sabogal Parra
@Sebas92ud en X

El llamado Ejército de Liberación Nacional, ELN, es uno de los actores armados en estado activo más antiguos de América Latina. Su historia se remonta a 1964, cuando en San Vicente de Chucurí, Santander, un grupo de estudiantes universitarios, sacerdotes y campesinos, influenciados por la Revolución Cubana, deciden integrar un grupo armado.

Dentro de sus fundadores se encuentra Camilo Torres, el cura fundador de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia junto a Orlando Fals Borda. Desde la academia, y el movimiento político Frente Unido, Camilo Torres postuló el amor eficaz como una línea de acción fundamental, un medio para lograr transformar las dinámicas sociales, políticas y económicas del país.

Así, el amor eficaz y la teología de la liberación se convierten, junto al marxismo-leninismo, en el marco ideológico fundamental del ELN. Con este marco, el grupo desarrolló su accionar político-militar y estructuró su financiación a través del secuestro, la extorsión a empresas petroleras y multinacionales, así como “impuestos” a la minería ilegal. Estas prácticas, si bien cuestionables, aún conservaban una lógica de financiamiento ligada a un objetivo político de transformación estructural del país.

Sin embargo, la década de 1990 marcó un punto de inflexión. El ELN comenzó a cobrar “impuestos revolucionarios” a los cultivos de coca y a los laboratorios de procesamiento de cocaína en las zonas bajo su influencia. Este viraje no fue menor: significó una mutación del proyecto insurgente hacia formas de acumulación directamente articuladas con las economías criminales.

Ingreso al narcotráfico

Desde el año 2000, informes nacionales e internacionales documentan con insistencia la integración del ELN en el negocio del narcotráfico. Su involucramiento no se limita al cobro de cuotas a los cultivadores: controlan corredores estratégicos para el transporte de droga, manejan redes logísticas, y pactan alianzas con carteles mexicanos como el de Sinaloa o el CJNG. Además, su accionar se entrelaza con estructuras mafiosas como el Clan del Golfo y los Rastrojos, en un tejido de alianzas que poco o nada tienen que ver con un proyecto emancipador o revolucionario.

Aunque en 2006 la dirección nacional del ELN prohibió formalmente la financiación mediante el narcotráfico, la realidad territorial contradice tal directriz. La Comisión de la Verdad lo constató en sus informes y lo ratifican los testimonios de campesinos en zonas como Tibú, Catatumbo o Arauca, donde la presencia del ELN es sinónimo de regulación del negocio de la cocaína. En estas regiones, los frentes actúan como carteles locales, comprando la base de coca, cobrando tarifas por el uso de los laboratorios y asegurando la circulación de la mercancía.

Esta situación revela una contradicción estructural: mientras su dirigencia reproduce un discurso ideológico aferrado a los tiempos de Camilo Torres, la base del grupo ha devenido en una maquinaria paramafiosa. Esta doble moral les ha permitido mantener un lugar en las negociaciones de paz y preservar un estatus como actor político, cuando en realidad su accionar concreto evidencia una pérdida absoluta de horizonte transformador y la construcción de falsas verdades en el discurso de su dirigencia.

Terrorismo, la derecha y el ELN

Hoy, resulta anacrónico e ingenuo seguir reconociendo al ELN como un actor político armado. La guerra que libra no es por el pueblo, ni por el socialismo, ni por la justicia social. Es una guerra funcional al capital ilegal, a los intereses del narcotráfico y, paradójicamente, también al discurso de la derecha que necesita un enemigo interno perpetuo para justificar la militarización, la represión y la negación del cambio estructural.

Desde los hechos de la semana (carrobomba en Cali contra la Base Aérea Marco Fidel Suárez y derribo, con presunto dron explosivo, de un helicóptero policial en Amalfi) emerge un patrón clásico de “discurso del terror”: golpes espectaculares que maximizan afectación civil y conmoción mediática para elevar el costo político de la seguridad y de la negociación. En paralelo, un francotirador del ELN asesinó a un policía en El Tarra, reforzando la percepción de amenaza continua. Estos actos, atribuidos en su mayoría a las disidencias de las FARC y el de Norte de Santander al ELN, reordenan la agenda pública: más presencia militar y regímenes de emergencia en debate. En términos de efectos políticos inmediatos, los atentados logran lo que buscan: reinstalar la guerra en la conversación cotidiana y tensionar la viabilidad de la “paz total”.

Estos actos no solo matan y hieren: producen inseguridad como performance lingüística y visual, autorizando. Ahí se abre la “ventana retórica” para sectores de derecha que, al capitalizar el miedo, enmarcan los hechos como prueba de que toda negociación es capitulación y que solo la “mano firme” restaura el orden. No se necesita coordinación alguna entre grupos armados y opositores: basta con que la violencia fabrique un clima emocional que haga plausibles sus agendas preferidas. En los días posteriores a los ataques, varias voces opositoras exigieron desmontar el enfoque negociador y fortalecer la respuesta punitiva, ilustrando esa retroalimentación entre atentado y narrativa política.

Así, más que una alianza orgánica, se configura una alianza objetiva: el ELN y las disidencias obtienen visibilidad, presión y ruptura del diálogo; la derecha obtiene validación de su guion de orden y excepcionalidad. El resultado práctico es convergente: deslegitimar la negociación y recentralizar el uso de la fuerza como política de Estado. El Gobierno, a su vez, se ve empujado a recalibrar, endureciendo el tratamiento a ciertos grupos, lo que confirma el éxito del dispositivo del terror en mover el péndulo del debate.

El ELN, convertido en garante de rutas del narcotráfico, se ha transformado en un obstáculo para la “Paz Total” propuesta por el actual gobierno. Su presencia impide la estabilización territorial, bloquea la inversión social, y genera desplazamiento, miedo y muerte. Su rol en el conflicto no es ya el de un contradictor político del sistema, sino el de un actor que prolonga el conflicto armado por intereses económicos que reproducen la violencia como forma de acumulación e impulsa el discurso de la derecha.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí