El pecado de ser de izquierda

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Juliana Beltrán
@julibmoya

En Colombia, ser de izquierda no es una postura política: es un pecado.

Un pecado que no se expía con reflexión ni con debate, sino con la descalificación constante, casi ritual. En el imaginario de ciertos sectores, la persona de izquierda no puede hacer nada sin ser culpable de algo.

Si trabaja en el sector público, está “robando al Estado”; es un bodeguero al servicio del gobierno que adula al presidente Petro para conservar su contrato. Pero si trabaja en el sector privado, es una contradicción viviente por “no ir contra el capitalismo”. Y si, por casualidad, está sin empleo, entonces es un vago, un resentido social que culpa al sistema de su propia ineficacia.

Si es un niño quien habla de cambio climático —como ocurrió con Francisco Vera, el joven ambientalista—, se le acusa de haber sido adoctrinado por sus padres “seguidores de la Agenda 2030”. Pero si es una niña bailando y cantando la canción que Javier Milei compuso para promover su último libro (parodiando una melodía revolucionaria), se le celebra como un ejemplo de libertad y conciencia, como el tipo de juventud que el futuro necesita.

Si decide lanzarse a un cargo de elección popular, se le acusa de ser un oportunista que quiere vivir de “la teta del Estado”. Si no lo hace, se convierte en un “idiota útil” de los políticos de izquierda de turno.

Si no tiene muchos títulos académicos, es un ignorante que simpatiza con la izquierda por falta de preparación; pero si los tiene, se le acusa de provenir de “universidades de garaje”. Y cuando no pueden desprestigiar su formación sin comprometer la reputación de sus propias alma mater, entonces, lo reducen a un fenómeno anormal, alguien equivocado en todo lo que dice o, en última instancia, a un fracasado o un “feo resentido”.
Mientras tanto, quienes exhiben abiertamente sus posturas de derecha —aunque ni siquiera hayan terminado el pregrado— son exaltados como voces autorizadas, invitados a paneles de expertos, columnistas en medios que antaño reservaban espacio para verdaderos pensadores, e incluso presentados como ejemplos de lucidez nacional.

En síntesis: la persona de izquierda no tiene salida. Su mera existencia es sospechosa; su palabra, vigilada; su acción, reinterpretada como prueba de su incoherencia.

Pero tal vez el objetivo nunca ha sido señalar una contradicción moral. Quizá lo que realmente se busca, mediante esa repetición obsesiva de etiquetas, es algo más profundo y funcional al statu quo: deslegitimar la posibilidad misma de que una persona de izquierda sea legítima. Que no pueda hablar, ni proponer, ni existir políticamente sin que todo se transforme en un juicio moral.

En un país donde los privilegios se disfrazan de mérito y la desigualdad se naturaliza, la crítica se vuelve peligrosa. Por eso se ridiculiza a quien la formula; se le niega el derecho a tener razón antes incluso de escuchar su argumento.

Y es que nada asusta más al poder que una izquierda coherente, preparada y con vocación ética.
Una izquierda que no necesita gritar para existir, pero que tampoco pide permiso para pensar.

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