Donde caben todas las formas de amar, florece la justicia: otra lectura del Génesis

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Manuel Antonio Velandia Mora

Ayer escuche una versión del texto bíblico: “Dios creó al hombre y la mujer”. Pensé en Génesis 1:27 (Reina-Valera 1960): «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.» Reflexioné sobre si realmente eso podía decir el texto original y busqué las etimologías de las palabras hombre y mujer en latín, por ser lo más cercano al castellano.

Hombre: Proviene del latín «hominem«, acusativo de «homo», que significa ser humano. Originalmente no diferenciaba sexo; homo era la especie humana. Con el tiempo, en las lenguas romances como el español, «hombre» se fue usando exclusivamente para referirse al varón adulto, lo cual desplazó la idea de humanidad hacia lo masculino. Mujer: Proviene del latín vulgar «mulier«, que ya significaba mujer adulta, como si las mujeres no tuvieran la posibilidad de ser niñas. Algunos lingüistas relacionan «mulier» con raíces indoeuropeas que implican blandura o suavidad, reflejando estereotipos de género que asociaban lo femenino con lo pasivo o débil.

Su implicación política y cultural es determinante: la palabra «hombre» pasó de nombrar a todos los seres humanos a identificar solo a los masculinos, borrando a las mujeres y a otras identidades del concepto de lo humano. De ahí surge mi reclamo por un lenguaje más inclusivo.

Imagen creada con IA

Sin embargo, cabe anotar que la traducción necesariamente proviene del arameo, la palabra más cercana al concepto de «hombre» (como ser humano masculino, pero también en algunos contextos como ser humano en general) es «Enosh» (אֱנוֹשׁ): Significa ser humano, persona o hombre mortal.  Proviene de una raíz que connota fragilidad o debilidad, es decir, lo humano en cuanto vulnerable. Pero también existe la palabra «Gabra» (גַּבְרָא): Significa específicamente hombre varón o masculino adulto.  Deriva de la raíz «g-b-r«, que está relacionada con fuerza, valentía o poder.

Al hacer una comparación simbólica comprendemos que, «Enosh» es el ser humano frágil, mortal, limitado, y «Gabra«, el varón fuerte, dominante (de donde también viene la palabra hebrea «gever» para hombre).

Estas palabras también están emparentadas con términos usados en el hebreo bíblico y en otros idiomas semíticos. Como puede notarse, incluso en lenguas antiguas como el arameo, el lenguaje ya diferenciaba entre el hombre como especie (frágil) y el hombre como varón (fuerte), lo que deja ver las raíces culturales de las desigualdades de género.

En arameo antiguo existen varias palabras para referirse a “mujer”, dependiendo del contexto. Una de las más comunes es «it’tā» (אִתְּתָא), que significa mujer, esposa o compañera, según el uso. Esta palabra aparece tanto en textos bíblicos escritos en arameo como en documentos antiguos de la región. Tiene una raíz semítica que también se relaciona con lo femenino y lo materno, pero —al igual que en muchas lenguas antiguas— está fuertemente ligada al rol relacional: ser la mujer de alguien (es decir, esposa).

Esa frase bíblica, que tanto se repite: “Dios creó al hombre y la mujer”, que aparece en Génesis 1:27, es clave para analizar cómo las construcciones de género se han legitimado desde el lenguaje sagrado. Vamos paso a paso:

Dios creó al hombre y la mujer…  Así lo dice el texto, así lo repiten los púlpitos, así lo escriben los códigos.  Pero ¿quién tradujo ese versículo por primera vez?, ¿con qué lengua se pensó esa diferencia?  En el hebreo original, no decía “hombre y mujer” como opuestos absolutos, decía zakar (זָכָר) y neqevah (נְקֵבָה):  lo penetrante y lo penetrado, lo marcado y lo receptor, una división más corporal que identitaria, más biológica que existencial.

Después, en arameo, el idioma del pueblo y de Jesús, el “hombre” fue enash (אֱנָשׁ) —el ser humano, el frágil, el mortal— y la “mujer”, it’tā —la otra cara de la humanidad, la que gesta, la que se nombra desde el vínculo.

No fue Adán “el hombre” y Eva “la mujer”, fue ha-adam —la tierra viviente— e ishá —la salida de ish, la que también respira barro y aliento.

Entonces, me pregunto: ¿en qué momento la diferencia se volvió jerarquía?, ¿En qué línea del texto sagrado dice que la creación implicaba subordinación?

Recuperar estas palabras, en sus lenguas originales, es también un acto político: deshacer siglos de traducciones interesadas, poner en duda la piedra sobre la que se edificó el género como destino.

¿Quién nombró primero? ¿Y para qué?

Dicen que Adán la miró y dijo: “Esta será llamada ishá, porque del ish fue tomada”. Pero ¿quién le enseñó a nombrar?, ¿quién le dio la autoridad de hacer de su voz una frontera?

Porque nombrar, desde entonces, ha sido un ejercicio de poder.  Y lo sabemos bien: lo que no se nombra, no existe. Y lo que se nombra mal, duele. Duele siglos.

La Biblia fue escrita, editada y traducida por hombres, en contextos patriarcales, con ojos que no sabían mirar sin jerarquías. Y así, las palabras originales —humanidad, tierra, vida, diferencia—

fueron convertidas en dogmas, roles, pecados y prohibiciones.

Zakar y neqevah dejaron de ser formas del cuerpo para convertirse en cárceles del ser.

Enash, lo humano, fue reducido a “varón”. It’tā, la mujer, a “ayuda idónea”, como si el origen fuera dependencia y no reciprocidad.

Por eso, leer el texto otra vez, volver al barro, a la fragilidad, a la humanidad, no es solo un acto teológico —es un gesto de justicia. Es recordar que Dios —si existe o si se invoca— no creó el binario: creó la diversidad de los cuerpos vivos. Y que cada persona, en su diferencia, lleva la huella de lo sagrado.

Cuando el lenguaje hiere… y cuando sana

Después del Génesis, vino la expulsión.  No del paraíso, sino de los templos, de las casas, de las familias. La teología se convirtió en frontera, la moral, en cuchillo, y las escrituras, en piedra que se lanza contra cuerpos que aman distinto, contra géneros que no caben en sus márgenes.

Nos dijeron que éramos error, desviación, abominación. Usaron versículos como barro sucio para manchar nuestros nombres. Nos arrebataron el derecho a la gracia, nos cerraron las puertas del cielo… y también las de la escuela, el hospital, la justicia.

Pero algo ocurrió: empezamos a leer.  Leímos de nuevo los textos, esta vez con nuestras voces.

Los tradujimos con nuestras heridas y nuestras esperanzas. Y descubrimos que la palabra puede ser cuchillo…  pero también puede ser semilla.

Nombrarnos por fin con dignidad —no como hombres o mujeres según su molde, sino como personas, seres, existencias llenas de sentido— es rehacer el Génesis desde abajo, desde el polvo que somos, sí, pero también desde el fuego que nos habita.

La Biblia no nos expulsó: fue la interpretación lo que nos negó. Y hoy, al leerla con nuestros ojos,

reclamamos el derecho a existir también en lo sagrado, también en lo humano, también en el amor.

Amar también es un acto político

Hoy celebro el amor y la amistad, no hablo de flores ni de promesas envueltas en papel brillante.  Hoy hablamos del amor como derecho, como abrazo que no discrimina, como gesto que se atreve a nombrar lo que por siglos se quiso silenciar.

Reivindicar el amor en todas sus formas —diversa, disidente, plural— es también una forma de hacer memoria, porque hemos amado en la sombra, hemos tejido amistades para resistir el odio,

hemos salvado nuestras vidas con afectos que otros condenaban.

Este día no es sólo para celebrar el vínculo romántico: es para recordar que la amistad entre pares, entre aliados/æs, entre comunidades excluidas, ha sido muchas veces nuestro único refugio.

Que esta fecha sirva para reclamar el derecho a amar y a ser amados/æs sin vergüenza, para enseñar en las escuelas y familias que el afecto no tiene género, ni moral impuesta, que la dignidad se construye también con ternura.

Porque sin amor soportado en el respeto, sin amistad que incluya, sin cuerpos que se celebren sin miedo, ninguna sociedad será justa, ni completa, ni verdaderamente humana.

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