Nixon Padilla
En Colombia, sectores políticos cristianos y conservadores alzan la voz contra la propuesta de ley Trans, que busca garantizar el reconocimiento legal de la identidad de género, el acceso a la salud integral y la no discriminación para las personas transgénero.
Con un discurso centrado en la “defensa de la familia tradicional” y la “protección de la infancia”, figuras como Ángela Hernández y organizaciones como el Movimiento Nacional de la Familia han estigmatizado a la comunidad LGBTI, acusándola de promover “ideologías peligrosas” que amenazan los valores morales. Sin embargo, mantienen un silencio cómplice ante casos de violencia sexual perpetrados en sus propios entornos, revelando una hipocresía que privilegia agendas políticas sobre la justicia y la humanidad.
En 2023, una escuela confesional en Bogotá se vio envuelta en un escándalo tras denuncias de abusos sexuales sistemáticos contra menores. Aunque el caso conmocionó a la opinión pública, no generó la indignación esperada de los sectores que marchan contra los derechos LGBTI. Las mismas voces, que claman por la “inocencia infantil” en sus campañas contra la ley Trans, guardaron un silencio ensordecedor, sin exigir auditorías ni políticas de prevención en sus instituciones.
En febrero de 2024, un pastor evangélico en Antioquia fue condenado por violar y casi asesinar a una adolescente de 14 años. Este líder, que predicaba “pureza moral”, manipuló su autoridad para cometer el crimen y luego intentó encubrirlo. Sin embargo, sus acólitos y las organizaciones cristianas, en lugar de condenar enérgicamente el hecho, optaron por proteger su imagen, minimizando el caso y echándole la culpa a los “demonios”. Descarados.
Esta doble moral no es descuido, es una estrategia. Según el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), el 70% de los abusos a menores ocurre en entornos familiares o comunitarios, a menudo vinculados a figuras de autoridad como las religiosas, no en espacios asociados a la comunidad LGBTI. Aun así, los sectores conservadores persisten en demonizar a las personas trans, alimentando prejuicios que, contribuyeron a los 41 asesinatos de personas trans registrados en 2023.
Según Colombia Diversa, aumentó en 244% este crimen en 2024 y 39 personas LGBTI asesinadas en lo que va de 2025 cómo declara Caribe Afirmativo. Los casos de abuso en iglesias y colegios religiosos suelen quedar en la impunidad, amparados por estructuras de poder que priorizan la reputación sobre la justicia.
La incoherencia de estos grupos es alarmante. Atacan la ley Trans bajo el argumento de “proteger a los niños”, pero no impulsan políticas robustas para prevenir la violencia sexual en sus propias comunidades. Su indignación selectiva ─que se enciende contra una persona trans en un baño público, pero se apaga ante un pastor que comete crímenes─ revela que su objetivo no es la moral, sino el control social y el poder político que instrumentaliza la fe para movilizar bases electorales, mientras ignoran a las víctimas de abuso en sus filas.
La verdadera defensa de los derechos humanos exige coherencia y empatía. Si los sectores conservadores quieren erigirse como guardianes de la moral, deben liderar con el ejemplo: condenar la violencia sexual con la más absoluta vehemencia en los entornos religiosos, implementar auditorías en sus instituciones y apoyar leyes que protejan a todas las víctimas, sin distinción.
Colombia necesita un debate basado en la justicia, no en discursos de odio que desvían la atención de los verdaderos problemas. La protección de los niños, niñas y adolescentes, las víctimas de abuso y la población LGBTI no es una cuestión de “ideología de género”, sino de humanidad. Hasta que estos sectores rompan su silencio cómplice, su “moral” seguirá siendo una fachada para perpetuar el poder, no para defender la dignidad.