Manuel Antonio Velandia Mora
Se realiza en esta semana en Bogotá el “Encuentro Mundial de Planificación Familiar” y en la Sesión plenaria “Equidad a través de la acción: Promoviendo la salud y los derechos sexuales y reproductivos para todas las personas” tuve la oportunidad de reflexionar al respecto. Es una maravilla poder pensar en voz alta y compartir aquí con las personas lectoras mis apreciaciones, realizadas en la óptica de una persona que trabaja en temas de diversidades en el Ministerio de Igualdad en nuestro país.
Garantizar el acceso equitativo a anticonceptivos y servicios de salud sexual, reproductiva y no reproductiva implica mirar más allá de los números y de los indicadores estadísticos. Los datos son importantes, pero no cuentan toda la historia. La verdadera comprensión nace de observar las situaciones que ponen en riesgo a las personas: las exclusiones, los miedos, las desigualdades estructurales y los silencios forzados que se imponen desde la familia, la escuela, la iglesia, el Estado y los medios de comunicación.
Para que la planificación familiar y la salud integral sean realmente universales, debemos reconocer que no existen ciudadanías de segunda clase. Todos los cuerpos importan: los cuerpos normativos, los cuerpos no hegemónicos, los cuerpos intersexuales. Debemos reconocer que el género es una construcción psicosocial y, por ello, no solo existen personas que se inscriben en las masculinidades y feminidades tradicionales, sino también personas agénero, de género fluido, queer, trans y de múltiples identidades corporales y sexuales. Negar esta diversidad no solo reproduce injusticias, sino que invisibiliza necesidades reales y limita la efectividad de cualquier programa.
Las innovaciones programáticas que han mostrado resultados efectivos parten de reconocer que los servicios de salud no pueden ser homogéneos: deben ser flexibles, culturalmente pertinentes y adaptados a las particularidades de cada grupo poblacional, incluyendo mujeres, personas trans, juventudes, personas mayores, personas migrantes y aquellas en situación de desplazamiento forzado. Programas que combinan educación integral en sexualidad con acompañamiento comunitario, estrategias móviles para acceso a anticonceptivos y espacios de participación activa de la comunidad han permitido superar barreras históricas.
Pero más allá de los programas, las políticas deben centrarse en la interseccionalidad: la intersección de género, edad, clase, origen étnico y condición social. Solo desde esa mirada podemos diseñar estrategias justas, que reconozcan las desigualdades acumuladas y que empoderen a quienes históricamente han sido excluidos de los servicios de salud.
La participación activa de la comunidad no puede ser un acto simbólico: debe ser un proceso de co-creación, de decisión y de control social sobre la oferta de servicios y la distribución de recursos.
En Colombia, hemos aprendido que garantizar equidad significa invertir en formación de personal de salud sensible a la diversidad, en protocolos que respeten la autodeterminación de cada persona y en sistemas que no penalicen ni juzguen la sexualidad o el género de quienes acceden a los servicios. No es suficiente con ofrecer anticonceptivos: debemos ofrecer cuidado integral, acompañamiento y garantía de derechos.
Garantizar el acceso equitativo y reducir las inequidades no es solo un acto técnico, es un acto de justicia, de reconocimiento de la humanidad compartida. Las innovaciones más exitosas no provienen únicamente de leyes o de presupuestos, sino de la escucha activa, del diálogo con las comunidades y de la construcción conjunta de un sistema de salud que responda a la vida tal como es, diversa, cambiante y compleja. Solo así podremos hablar de acceso universal, inclusivo y verdaderamente equitativo en planificación familiar y salud sexual reproductiva y no reproductiva.
Los desafíos para lograr un acceso universal a la planificación familiar para todo tipo de familias son múltiples y profundamente interconectados con las estructuras sociales, culturales y económicas de nuestros países. No se trata solo de disponibilidad de anticonceptivos o servicios de salud, sino de cómo las desigualdades, los silencios forzados y las exclusiones históricas han condicionado la vida de millones de personas.
Las mujeres, las personas trans y no binarias, los cuerpos no normativos y no hegemónicos que se preñan, los cuerpos considerados abyectos porque se vive en una discapacidad, las personas en actividades sexuales pagas y quienes viven en contextos de pobreza enfrentan barreras que impiden ejercer su derecho a decidir sobre sus cuerpos y sus vidas.
En medio de estos desafíos surgen oportunidades poderosas
La innovación no está solo en los medicamentos y tratamiento para las infecciones de transmisión genital, en el diseño de los métodos de barrera y otros aportes de la tecnología, sino en los modelos de participación comunitaria, en las políticas que reconocen la diversidad de cuerpos y géneros, en la educación sexual integral que llega a los sectores más excluidos, y en la inclusión de las voces históricamente silenciadas en la toma de decisiones. Cuando las políticas y los programas se construyen con enfoque interseccional, reconociendo identidades diversas, edades, contextos y experiencias, estamos más cerca de garantizar un acceso realmente equitativo.
La oportunidad es transformar la planificación familiar en un acto de justicia social y de reconocimiento de derechos humanos: que cada persona pueda decidir cuándo, cómo y con quién construir su vida, sin coerciones, sin estigmas y con acompañamiento integral. Es aquí donde la equidad deja de ser un concepto abstracto y se convierte en acción concreta, donde la salud reproductiva y no reproductiva se convierte en un instrumento de dignidad, libertad y transformación social.
No podemos dejar de lado las necesidades en los países en donde hay genocidios y en aquellos en los que se niega el acceso a la información básica sobre sexualidades a las poblaciones más vulnerables.
Es difícil centrar las voces
El ruido que producen los feminismos transexclusionistas, con visiones recalcitrantes cisgénero y que solo aceptan cuerpos normativos aturden la conciencias y distraen la atención de lo realmente prioritario.
Centrar las voces comunitarias no es solo escucharlas: es reconocer que quienes han sido silenciades/as/os durante siglos llevan consigo la memoria, la experiencia y la urgencia de construir un futuro justo. Es abrir los espacios de decisión para que hablen las personas quienes han sido ignoradas, quienes han vivido la violencia, la pobreza y la exclusión, quienes conocen de primera mano las barreras que los sistemas imponen. Escuchar sus palabras, sus dolores, sus sueños, es trazar políticas que nazcan de la vida real, no de estadísticas abstractas. Cuando las decisiones surgen de estos diálogos, la justicia deja de ser teoría y se convierte en acción. Porque nadie sabe mejor qué necesita una comunidad que quienes la habitan y la sostienen día a día.
Apreciada persona lectora, por favor le invito a que no lo olvide, «Para centrar las voces históricamente excluidas, no basta escucharlas: hay que hacer que sus palabras, necesidades y vidas tracen el camino. No olvide que nada es respetuoso si se olvida la dignidad de todas y cada una de las personas”.








