Jeison Paba Reyes
Se cumplen cuarenta años de lo que la sociedad colombiana ha denominado el holocausto del Palacio de Justicia. Un acontecimiento que marcó de manera indeleble la historia del país y que aún hoy continúa siendo una herida abierta en la conciencia colectiva. No fue simplemente la toma del Palacio por parte de lo que fue una cuadrilla renegada del extinto grupo subversivo M-19. Detrás de ese acto se escondía un propósito político más profundo: realizar un juicio simbólico al Establecimiento, denunciar las injusticias del poder judicial y exigir una negociación con el gobierno de turno.
La operación, inspirada en la toma de la Embajada de la República Dominicana, terminó convertida en el mayor símbolo de la tragedia política, social y moral del Estado colombiano. Treinta y siete guerrilleros ingresaron al edificio sin tener control total del recinto, lo que para los sectores de poder representó un peligro inminente para la estabilidad del Estado. Bajo esa lógica se desató la reacción más sanguinaria del poder público: la retoma militar del epicentro mismo de la Justicia. Lo que siguió fue fuego, humo, gritos, desapariciones y un país que, desde entonces, carga con el peso de su propia vergüenza.
Pero lo más doloroso no fue solo la violencia de aquellos días, sino la indolencia colectiva que persistió después. Cuarenta años más tarde, seguimos repitiendo las mismas culpas sin atrevernos a mirar el fondo del horror. Se ha señalado tanto a los sobrevivientes del grupo insurgente como a los miembros de las fuerzas armadas que participaron en la retoma, pero el país aún desconoce qué ocurrió con las personas que salieron con vida del incendiado Palacio y nunca regresaron a sus hogares. Ese silencio institucional y social duele tanto como las llamas que consumieron la sede de la justicia, porque representa el fracaso de la memoria y la negación de la verdad.
En una época en la que se discuten responsabilidades políticas por todo cuanto acontece en Colombia, el capítulo del Palacio de Justicia sigue inconcluso. Aquella tragedia fue la expresión más cruda de una política de terrorismo de Estado, ejecutada no solo por los estamentos militares, sino también por los sectores políticos que durante décadas utilizaron la violencia como instrumento de control y sometimiento. Lo más grave es que esa lógica no terminó con la retoma: continuó en las sombras, disfrazada de orden, legitimada por la impunidad y extendida en masacres, desapariciones y silencios cómplices.
Cada noviembre, al recordar esos hechos, se revela el verdadero rostro de una clase dirigente que pretende retomar el poder en nombre de la patria, mientras sostiene un país desangrado. Su visión de nación es tan estrecha que ha convertido la historia en una herida perpetua. Por eso, las venas abiertas del Palacio siguen latiendo, recordándonos que Macondo no es una metáfora poética, sino una condena escrita con fuego, ceniza y olvido.








