Un presidente pensante

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Renata Cabrales

Imaginemos por un momento que en Colombia llegara a la presidencia un filósofo. Peor aún: uno calmado, sereno, que habla sin gritar, sin prometer guerras sin fundamento contra quien opine diferente, con mano dura, claro; ni acabar con el narcotráfico y el paramilitarismo, por obra y gracia del Espíritu santo, sino con investigaciones y pruebas contundentes; que no promete milagros. Alguien, digamos, con el tono pausado y reflexivo de Iván Cepeda Castro. Sí, ese tipo que parece más interesado en la coherencia que en el rating. ¿Se imaginan el desastre?

Para empezar, los medios de comunicación prepagos entrarían en crisis. ¿Cómo se arma un titular con alguien que no amenaza con “mano dura”? Cómo se realiza un noticiero sin un candidato echando espuma por la boca, prometiendo construir más cárceles para los criminales, como si fuera el tráiler de una película que ya vimos muchas veces, en todo el tiempo que gobernó la ultraderecha.

Los generadores de memes quedarían desparchados. Los asesores de imagen, preocupados. Nadie podría gritar: “¡así se habla, carajo!” porque obviamente, el presidente filósofo no hablaría así. No tendría ese discurso de odio al que esa parte del pueblo ignorante y uribista acostumbrada al “porque te quiero te aporrio”, confunde con carácter: “Mano firme y corazón grande”.

Un filósofo presidente probablemente se atrevería a hacer cosas más escandalosas como: pensar antes de hablar. Tal vez diría “necesitamos diálogo” en lugar de “necesitamos más armas fabricadas en Israel”. Podría hasta citar a Aristóteles en una que otra rueda de prensa, lo que provocaría que medio país corra a las redes sociales a escribir: “¿Y ese quién es? ¿Otro comunista castrochavista, guerrillero?”

Y claro, los columnistas de opinión sufrirían una crisis existencial. Sin un enemigo inventado cada semana, ¿de qué hablarían? Un mandatario que reflexione en lugar de reaccionar sería visto como sospechoso: “algo debe estar tramando”. Porque en Colombia, hablar bajito da miedo. Parece una estrategia para dominar al pueblo con ideas en lugar de con uniformes. En cambio, quienes aspiran a la presidencia y hacen campaña presidencial bailando, jugando futbol, tocando guitarra o hablando duro hasta perder la voz; esas figuras impostadas: sí inspiran confianza.

No habría promesas de “acabar con todo”, ni anuncios heroicos de que “el país se endereza a punta de carácter fuerte”. En cambio, habría incómodas conversaciones sobre educación, desigualdad social, desigualdad de género o ética pública. ¡Qué horror! Nadie tiene tiempo para escuchar estas ideas “socialistas”, es mejor ver una telenovela o un reality show.

Así pues, un presidente filósofo sería un riesgo. No para el país, sino para la costumbre colombiana de confundir gritos con liderazgo. Tal vez, entonces, descubriríamos que la calma no es debilidad, que la reflexión no es indecisión y que la verdadera “mano dura” no es la que golpea, sino la que no tiembla de emoción cuando debe construir una sociedad equitativa.

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