El asesino: anatomía crítica de un crimen estructural

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Antonio Marín
@Antonio_Marin6490

Identificación

El asesinato de Miguel Uribe Turbay, perpetrado por un menor de edad, no puede entenderse únicamente como un hecho aislado. Representa la expresión más cruda de una serie de fallas estructurales que han moldeado a Colombia desde hace décadas. Propongo en esta columna identificar al responsable como una figura abstracta y operante, síntesis de una sociedad estructuralmente configurada por la injusticia, la desigualdad, la corrupción, la impunidad y la descomposición institucional. A esta figura la llamaremos El Asesino.

Antecedentes conocidos

El Asesino disparó sin levantar sospechas. Se movió entre oficinas, barrios marginales, parlamentos y ferias de inversión. Lleva años caminando entre nosotros. A veces de ruana, a veces de corbata, otras veces con capucha o toga. Pero es uno solo. Tiene muchos rostros, pero un solo cuerpo: el cuerpo enfermo de un país que lo formó a golpes de injusticia, impunidad, corrupción y abandono. No nació monstruo. Lo volvieron así.

Desde niño, al asesino le negaron la escuela, o se la ofrecieron como castigo. No aprendió a leer su historia porque nadie quiso que la recordara. No conoció los nombres de Gaitán, Pizarro, Galán o Jaramillo, porque le enseñaron que recordar es peligroso y pensar es subversivo. Aprendió a repetir, a obedecer, a temer.

Se crió en una casa donde el uniforme escolar era compartido entre hermanos, donde los libros eran un lujo y la biblioteca más cercana quedaba a dos buses de distancia. Su abuela, analfabeta, le cantaba historias que no podía escribir. Su madre, sobrecargada y sola, apagaba las velas antes de tiempo para ahorrar. Y entonces confundió el hambre con destino, y la bala con respuesta.

Desde temprano, conoció los pasillos fríos de hospitales sin insumos. Vio morir a su tía esperando una cita. Supo que una muela infectada podía matar más que un disparo. Le enseñaron que vivir enfermo es una forma de pagar por ser pobre. Y que quien no produce, no merece atención. Aprendió que la salud no es un derecho, sino una apuesta. Y entendió que la vida ajena tampoco vale mucho. Que morirse es barato, pero tratar de salvarse cuesta lo que no se tiene.

Fue desplazado antes de tener conciencia del despojo. Su familia huyó con lo puesto. Su abuelo dejó las siembras. Su madre parió en un bus. Y él llegó a la ciudad como llegan los desplazados: con un pasado roto y un futuro sin calles pavimentadas. Allí, entre los escombros del rebusque, se hizo invisible. Le dijeron que era un estorbo. Que su existencia molestaba. Que el barrio donde vivía era zona roja. Y él entendió, al morir su madre, que no pertenecía, ni siquiera a los tugurios. Porque en esos espacios, en realidad, no hay límites definidos, solo el vacío donde los Estados renuncian y las violencias se disputan el mando.

El asesino firmó su condena cuando aceptó el primer trabajo sin contrato. Cuando trabajó 14 horas por una paga que no alcanzaba para cenar. Cuando no conoció domingos libres ni vacaciones. Cuando vio a su padre, como mercenario, irse a pelear una guerra ajena y a su madre morir de agotamiento y desesperanza. Entendió que en este país trabajar no salva. Que la economía no es una red, sino un látigo. Y que los bancos siempre ganan, aunque tú pierdas el rancho, la salud o la razón.

Le dijeron que la ley era para protegerlo. Pero lo primero que vio fue a su primo preso por robar comida y a un político libre tras robar millones. Vio que los jueces respondían a los poderosos y que la verdad se callaba con firmas y sellos. Creció con miedo a la policía, con desconfianza ante los abogados, con rabia frente a los tribunales. Aprendió que la justicia, más que ser un camino, era un muro impenetrable. Las reglas se hicieron simples: “Todo vale”. “El vivo vive del bobo”. Y “plata o plomo”.

Votó una vez. Tal vez lo hizo por convicción. Tal vez por un tamal. Pero entendió pronto que su voto no cambiaba nada. Que las promesas se deshacían en el aire. Que los mismos de siempre seguían gobernando. Que participar era un juego amañado. Entonces dejó de votar. O peor: votó por rabia. Por venganza. Por confusión. Porque aprendió que en este país el voto es un gesto vacío, no un acto de poder.

Supo que el dinero se conseguía más fácil vendiendo miedo que estudiando. Vio a narcos convertirse en filántropos, a lavadores convertirse en líderes de opinión. Aprendió que el fin justifica los yates. Se preguntó por qué debía esperar años para comprar una bicicleta si alguien más tenía helicóptero sin haber terminado el colegio. Y entonces pensó que quizás él también podía… hacer lo que fuera.

Un día, le ofrecieron una pistola. Y no dudó. Porque antes ya le habían quitado la palabra, el libro, el debate. Le enseñaron que la violencia era un idioma legítimo. Que los que hablan mueren, y los que matan ganan. Curiosamente, justo antes de morir, Miguel Uribe Turbay hablaba de permitir que los ciudadanos portaran armas. Y tal vez no imaginaba que esa política le alcanzaría primero a él. En su carrera, apoyó discursos que trivializaron la muerte de Dylan Cruz (“la bala iba para otro lado”) y estuvo vinculado a una administración que revictimizó a Rosa Elvira Cely con argumentos institucionales crueles y cínicos. Pero al final, el mismo monstruo que él ayudó a tolerar lo alcanzó. Porque El Asesino no distingue entre ideologías, solo entre blancos disponibles.

El Asesino, actor institucional

El asesino ha sido alcalde, gobernador y presidente. Ha tenido vínculos con redes de narcotráfico, facilitando licencias de vuelos ilegales o interviniendo en contrataciones irregulares. Ha legalizado despojos territoriales mediante cambios normativos a favor de empresas privadas, en detrimento de comunidades campesinas y urbanas. Ha patrocinado, directa o indirectamente, la expansión paramilitar mediante contratos de vigilancia, concesiones de seguridad y omisiones ante violaciones a los derechos humanos. Ha sido determinador de asesinatos selectivos y de ejecuciones extrajudiciales. Ha promovido el silencio y la impunidad. Ha sepultado la memoria en fosas comunes o en metros bajo escombros como NN.

Sin embargo, su rostro aparece en inauguraciones, foros y campañas. Pero detrás de cada acto oficial, hay decisiones que han profundizado la exclusión y la violencia. Este país necesitará más de dos décadas de trabajo riguroso para revertir esas huellas.

—Oportunidad que no debemos perder.

Llamado a la acción

El asesino no huyó. Pero no ha sido capturado. De hecho, la prensa comercial lo glorifica. Lo eligen. Lo financian. Lo justifican por encima de la justicia misma. No es un otro: es un nosotros corrompido. Una sociedad desfigurada que dejó de cuidar a sus niños, que abandonó a sus trabajadores, que convirtió a sus líderes en blancos, y que acepta la muerte como forma de gobierno.

A Miguel Uribe lo mató un niño. Pero también lo mató El Asesino que Colombia ha venido incubando, —inoculada con el virus de la desidia, de la venganza, de la codicia y el desamor— pero que también lo ha estado aceptando y justificando.

Mientras las estructuras actuales se mantengan intactas, Colombia seguirá produciendo más violencia, más exclusión y más muertes evitables, sin importar el nombre o la clase social de la siguiente víctima.

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