Carolina Tejada
Gracias a los discursos hegemónicos y a la herencia de las dictaduras del Cono Sur, la juventud surgida de ese contexto histórico y de su época ha sido estigmatizada y puesta en un lugar de menosprecio. La misma sociedad negligente respecto a las garantías para su protección ─en materia educativa, cultural y laboral─ ha sido la primera en juzgarla.
En Colombia, a propósito del mes del estudiante, conviene recordar que durante la puesta en marcha de la seguridad democrática ─impulsada por Álvaro Uribe y financiada por EE. UU. mediante sus planes contrainsurgentes en la región─, la violencia contra la juventud se intensificó notablemente. En especial, fue el movimiento estudiantil que, en medio de su irreverencia, se declaró en oposición.
La mezquindad del sistema se manifestó al negarle oportunidades, mientras le imponía la guerra desde diversas dimensiones. Esto trajo consigo un fenómeno social marcado por discursos de odio y segregación, transmitidos en alocuciones presidenciales y convertidos en titulares en los principales medios del país: “Universidades formadoras de terroristas”, “terroristas de universidades”, etc. De manera indolente, todo reclamo por el derecho a la educación pública, contra la guerra o por la defensa de libertad fueron tratados sin civilidad.
Esa sociedad, alienada con la expropiación de derechos, jamás se preocupó porque, entre el año 2000 y el 2008, más de 114 estudiantes fueran desaparecidos o asesinados, según el informe Universidades públicas bajo S.O.Specha. Hoy se escandalizan porque el presidente Gustavo Petro, en Medellín, ciudad donde las fosas comunes guardan los restos de la juventud silenciada por los violentos, firme una #PazUrbana con grupos al margen de la ley. Más aún, les indigna que perdone a un joven de 20 años, que lo amenazó de muerte en redes sociales.
“El dictador”, como lo llama esa misma clase que se opone a cualquier cambio, llenó la plazoleta de La Alpujarra con gente humilde, cansada del mismo odio que siguen sembrando quienes, bajo los métodos uribistas, gobiernan en Antioquia. El “extraño dictador” mandó a buscar al joven Juan David, lo invitó al evento de paz, no para sembrarle un balazo por la espalda, sino para escucharlo ─entre lágrimas de arrepentimiento─, estrecharle la mano, darle un beso en la frente y ofrecerle otra oportunidad. “Eso no lo hace un político. Eso lo hace un ser humano gigante”, decía un internauta.
En tiempos de Uribe, y conviene no olvidarlo, a un joven de clase media, estudiante de una universidad privada en Bogotá, que criticó a sus hijos en redes sociales, le allanaron la casa en un operativo con helicópteros, cual película de Hollywood. Le arruinaron la vida, lo señalaron como terrorista y todo fue transmitido por televisión.
El país está cambiando. La gente en Medellín comentaba: “La energía que se sentía en la Alpujarra era de empatía, amor, solidaridad y felicidad”. En Colombia, gracias a un gobierno alternativo, la juventud y los sectores populares son tratados con respeto. Se abrieron las puertas de la democracia incluyente y esa transformación es precisamente lo que enfurece a quienes han vivido de la violencia durante años.