Del Gobierno al poder

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Luis Jairo Ramírez H.

El “Pacto de Ralito” ─suscrito por jefes paramilitares y más de cien dirigentes políticos y empresarios en 2001─ acordó impedir cualquier proceso de paz con la insurgencia y desatar una gran resistencia a los cambios que trajo la Constitución del 91; esa era la tarea de la “seguridad democrática”.

Los dos períodos de Uribe se recuerdan como una tragedia nacional. Desbarataron una parte de la Constitución para privilegiar la guerra; la alianza con el paramilitarismo ejecutó un exterminio masivo de opositores y líderes sociales; privatizaron empresas del Estado e impusieron el extractivismo como modelo; recortaron derechos laborales y reformaron la Constitución para restablecer la reelección presidencial.

Durante los gobiernos de Juan Manuel Santos e Iván Duque, se concentró más la riqueza en pocas manos; se disparó el desempleo y la pobreza; continuaron los escándalos de corrupción ─Odebrecht, el robo de Reficar─; continuó la connivencia estatal con el paramilitarismo y el asesinato de líderes sociales. Recordar todo esto, que hizo el poder establecido en ese momento, sirve para entender “la lógica, con que actúan hoy” la oposición adinerada a un gobierno alternativo de convergencia democrática.

El gobierno del Pacto Histórico presentó al Congreso una serie de proyectos de Ley para devolverle sus derechos a la población: la salud, educación pública, derechos laborales, medidas para acabar con la evasión tributaria de los más ricos, etc. Sin embargo, los gremios económicos, en alianza con la prensa y los partidos tradicionales, hundieron uno a uno los proyectos y negaron los cambios en favor de la población; porque afectaban los privilegios de los poderosos de este país.

A su vez, las altas Cortes se han convertido en vasallas de los gremios económicos; han sustituido su papel de impartir justicia convirtiéndose en instrumentos clasistas para boicotear el ejercicio de gobierno, para obstruir los programas sociales a poblaciones históricamente excluidas como La Guajira, el Chocó y el Catatumbo.

El Gobierno, en acuerdo con las Centrales de trabajadores y las organizaciones sociales, opta entonces por acudir a la consulta popular. Las élites adineradas dijeron que era una “ruptura democrática”, que era “ilegal”, que en vez de la democracia representativa ─llegaron al Congreso comprando votos─, se diera camino a la democracia popular.

El poder tradicional considera que hay un ataque a la división de poderes. Pero no dicen que, en los doscientos años de vida republicana, un puñado de familias poderosas heredan el poder, “acaparan la división de poderes”; se reparten entre ellos el poder ejecutivo, legislativo y judicial, y así dominan el Estado en favor exclusivo de sus intereses. Se comportan como una especie de monarquía medieval en pleno siglo XXI.

El estallido social y el ascenso de la lucha social evidencian que el país se cansó del régimen de violencia, impunidad, hegemonía política y corrupción de las élites dominantes. El Estado latifundista y represor debe abrir camino al poder democrático y popular. En eso está el pueblo.

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