Yasujiro Ozu: un eterno desconocido

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“Tú, Demonio, no me mires. No me gustes”, Timothy Mo

Juan Guillermo Ramírez

Un cineasta escasamente difundido es Yasujiro Ozu. Nace en Tokio en 1903, de familia humilde. A los 24 años dirige su primera película Zange no Yaiba que no pudo completar al tener que acudir al servicio militar. Regresa a los estudios para rodar una serie de películas de mora, de corte estadounidense, hasta que en 1930 se detiene en el género “shomingeki”, sobre las vidas de los que conforman las clases media-baja a las que dedicó casi toda su obra. Durante 1942 y 1947 interrumpe su cámara al ingresar en las filas militares de su país en la guerra contra China. Es encarcelado y enviado a Singapur luego de la derrota del Japón. Regresa a su órbita fílmica para realizar Banshun, considerada la película japonesa jamás realizada. A partir de los años 50 su obra comienza paulatinamente a ser apreciada en Occidente. Muere en diciembre de 1963 a los 60 años.

Días de juventud, película muda de 1929 impacta a simple vista por su modernismo. Modernismo, palabra que fácilmente podría cambiarse por la de contemporáneo. Si no fuera por los tranvías de la época y una panorámica aérea de un Tokio provinciano, Días de juventud podría sonar como una película de nuestros días. Los encuadres frontales de sus personajes, precisos como arquitectónicos, dicen lo suficiente como para encapsular la trama vivencial. Los actores al estilo estadounidense y sus cuartos adornados con afiches de cine –en este caso El séptimo sello– y equipos deportivos. La historia es trivial, pero a Ozu lo que le interesa es la emoción del momento, lo que al espectador pueda responder a ese llamado sensitivo. Poco importa si el débil estudiante haya sido rapado, se haya rajado en sus exámenes, si su compañero de cuarto se esmera más en él o que los dos estén enamorados de la misma chica o que ella, en el fondo, prefiera al capitán del equipo de esquí.

También muda, pero fechada en 1939, La historia de la mala hierba flotante posee una estructura más sólida, tanto formal como conceptual. Una troupe de actores itinerantes que recorre la provincia llega a un pueblito y allí se instalan. El director visita a su antigua amante con la que tuvo un hijo y éste se enamora de la hija de su actual compañera, también actriz. Con la cámara siempre en posición: ángulo recto con la pared de fondo y a poca distancia del piso, los personajes se mueven y se adentran en los encuadres, admirables en su estética trayendo sus cortapisas emocionales muy cotidianas y por lo tanto, reales. La familia es otro de los grandes temas que Ozu ama y donde recrea su personal filosofía. Mi único hijo se inscribe dentro del género de películas de madre hinchada de ilusiones para su hijo termina decepcionándose al visitarlo en su casucha a las afueras de Tokio y comprobar que su vida actual no corresponde a las aspiraciones que ella hizo de él. Un común denominador en toda la filmografía de Ozu es el deseo de proyectar el humanismo de los personajes y como él mismo declaró en una entrevista: en el cine, una emoción sin humanismo es defectuosa.

En Las hermanas Munakata nos ubicamos en el Japón contemporáneo que imita el estilo de vida contemporáneo. La guerra nos ha hecho cambiar dice uno de los personajes como para justificar su comportamiento y su actitud. Con su intimismo teatral, sus diálogos hechos de frases cortas, sencillas pero impregnadas de sabiduría y una trama asequible por su continuidad, poseen en cada escena la marca indeleble de Ozu. A medio trayecto de la película, Setsuko al discutir con su hermana sobre el nuevo concepto de modernismo, le dice: Ser nuevo significa no envejecer cuando el tiempo pasa. Esta frase podría aplicarse sin reticencias a un cine hecho por un hombre siempre joven.

Homenaje de Wim Wenders

Estrenado en 1985, pero con un proceso de rodaje iniciado en realidad antes de Paris, Texas, Tokio-Ga es una película importante en la evolución de ciertas preocupaciones del Wenders maduro. Hablar de evolución aquí significa ante todo reconocer que con Tokio-Ga el cineasta da un paso adelante, al pasar del ejercicio de homenaje /exaltación cinéfila, presente en buena parte de su obra anterior, y muy significativa en En el curso del tiempo y Relámpago sobre el agua– y en la autocomplaciente crítica a la industria que le tocó sufrir en El estado de las cosas-, a una reflexión mayor, la interrogación al medio sobre su propia utilidad, reflexión que se ensanchará posteriormente a todo el universo visual en su controvertida Hasta el fin del mundo.

La implicación de Wenders en el proyecto es total: figura como guionista –en colaboración con Peter Handke-, montador, productor y, last but not least, es su voz la que puntúa continuamente las imágenes, una voz que, en el mejor de los casos, sirve realmente como apoyo, pero a veces adquiere una cualidad vagamente molesta: Wenders parece traducir sólo algunas de las confesiones de sus entrevistados, nunca se tiene realmente claro cuándo su voz reproduce palabras ajenas y cuándo habla por ella misma. Su Virgilio en este viaje que se demostrará doloroso no es otro que el gran Yasujiro Ozu, origen mismo del proyecto, y los sentimientos que se apoderan por completo de su filo-ensayo son el desasosiego y la nostalgia: con evidente –pero respetable- retraso respecto a algunos cineastas que le abrieron camino, desde Antonioni a Godard, por poner dos nombres, Wenders reconoce su deuda con un cine que, hecho en un pasado todavía cercano, ya no podrá ser nunca como el que hizo el viejo maestro.

La película se asienta sobre dos pilares. Por una parte, y a partir de los testimonios documentales de Chishu Ryu y de Yuharu Astuta, respectivamente el actor y el director de fotografía preferidos por Ozu, Wenders se adentra en la forma de realizar del japonés. Por la otra, la mirada de su cámara se detiene, como la de Ozu, que hizo de la exploración del universo cotidiano el sentido de su cine, en algunos de los fenómenos que, desde su perspectiva occidental, le resultan más extraños: la magnética atracción que el juego del pachinko ejerce sobre los japoneses, la meticulosidad que emplean en la realización de las cosas aparentemente absurdas –la industria montada alrededor de los falsos alimentos para escaparates, el juego del golf fuera de los campos apropiados para ello-, la invasión contaminante de pautas de comportamiento estadounidenses –la televisión, el cine, la moda, el rock-, tan presentes, por otra parte, en la formación personal y en el cine del primer Wim Wenders.

Pero el acercamiento a ambos, al Japón representado por Tokio y a Ozu, se demuestra contradictorio. Por una parte, extrañamente pobre. Wenders parece atrapado entre la fascinación y el abatimiento: sus indagaciones sobre Ozu resultan a la postre solo meramente introductorias, el sentido final que persigue se escapa por completo –no parece que el contacto con el mundo del maestro aporte nada nuevo a lo que Wenders ya se había llevado consigo en la mochila-, la conjunción entre su propia indagación sobre Tokio y la forma en que lo japonés –lo universal- está presente en el cine de Ozu parecen repelerse mutuamente.

Y sin embargo, la película presenta a la postre una rara –y tal vez involuntaria- virtud: erigirse ella misma, en su aparente esterilidad, en su dubitativo recorrido, en la mejor prueba de lo que su realizador busca. Tokio-Gaes la demostración de que el cine de Ozu permanece hoy abismalmente insuperado. La obsesiva búsqueda de la sencillez, el hermoso, extremo despojamiento del maestro japonés se concreta en las bellísimas imágenes de Tokio monogatari, punto final de una película, la de Wenders, que se pliega con respeto frente a un talento mayor que el suyo propio, ejercicio de modestia insólito en la trayectoria de un cineasta poco acostumbrado a la autocrítica.