Una secta en descomposición

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Condecoración al General (r) Nicasio Martínez.

El Ejército espió a periodistas, políticos y exmilitares, lo que deja en evidencia a la camarilla que ocupa el actual Gobierno como una patética caricatura de la que gobernó entre 2002 y 2010

Roberto Amorebieta
@amorebieta7

En el 18 Brumario de Luis Bonaparte, dice Marx -de quien esta semana conmemoramos 202 años de su nacimiento- que la historia ocurre dos veces: la primera vez como una tragedia y la segunda como una farsa. Esa frase escrita en 1851 adquiere enorme relevancia en la actualidad a raíz de las revelaciones periodísticas sobre los exabruptos que se han venido cometiendo desde el Gobierno de Iván Duque, que han puesto en evidencia que su administración y el partido Centro Democrático no son sino una triste -y macabra- caricatura de la trágica presidencia de Álvaro Uribe.

Lo anterior no debería sorprender a nadie pues Duque ganó las elecciones (si es que las ganó) aupado por el propio Uribe y prometiendo continuar su legado. No obstante, una cosa es que el joven presidente haya querido orientar sus políticas en el mismo sentido que su mentor -lo cual es comprensible- y otra cosa es que durante este gobierno se hayan repetido las prácticas ilegales que caracterizaron al uribismo en el poder durante el decenio anterior.

El repertorio es conocido: Órdenes que estimulan la comisión de falsos positivos, censura a los medios y a las voces independientes, reparto de subsidios agropecuarios a amigos empresarios y ahora espionaje a personas incómodas para el Gobierno.

Las “perfilaciones”

Como ya ha sido revelado, entre febrero y noviembre de 2019 la inteligencia militar colombiana activó un plan para espiar a periodistas, políticos, exmilitares y otros personajes que se volvieron sospechosos para el ejército de querer atentar contra la institucionalidad o la seguridad del Estado.

Al menos 130 personas fueron espiadas y se reunió información para elaborar un “perfil” de cada una. Por eso se ha utilizado el eufemismo “perfilar” para denominar esta recolección de información que no es otra cosa que el fichaje de toda la vida. “Lo tenemos fichado”, es una frase familiar para cualquier delincuente en cualquier parte del mundo.

Las autoridades policiales todo el tiempo hacen fichajes de sujetos que deben estar bajo vigilancia porque son proclives a cometer delitos. Maltratadores, abusadores de menores, ladrones ocasionales, estafadores, lumpen en general. Dicha actividad tiene sentido en el ámbito de la seguridad pública porque tener identificadas a estas personas puede brindar información a las autoridades para prevenir delitos más graves. También esta figura ha sido utilizada con fines políticos para perseguir a los líderes de la oposición. Lo que no tiene presentación -y es lo que ha sucedido- es que se haga una labor de fichaje desde la inteligencia militar a personas que claramente no son delincuentes ni representan una amenaza a la seguridad del Estado.

El caso Casey

El escándalo puede ser mayúsculo debido a que el entramado de espionaje comenzó contra el periodista estadounidense Nicholas Casey, corresponsal de The New York Times en Colombia, quien en 2019 había revelado las órdenes del alto mando militar de “aumentar la efectividad operacional”. En ese momento se encendieron las alarmas porque dichas órdenes se asemejaban mucho a las que habían propiciado los falsos positivos entre 2005 y 2008. Casey fue entonces objeto de seguimientos por parte de la inteligencia militar y a partir de él se construyó una red de objetivos entre los cuales estaban otros periodistas estadounidenses.

Según las revelaciones, dichas operaciones de espionaje fueron financiadas con fondos que la CIA había entregado al ejército. Los oficiales fabricaban informes falsos, los presentaban ante las autoridades de Estados Unidos y luego desviaban el dinero sobrante para financiar los seguimientos ilegales. Es decir, la inteligencia militar colombiana estafaba a los gringos, les escondía dinero y lo utilizaba para espiar periodistas norteamericanos. Algo que seguramente está causando mucha molestia en la Casa Blanca, el Pentágono, la CIA y el Departamento de Estado.

Ahora aparecen los altos mandos militares y el balbuceante ministro de Defensa diciendo en solemnes alocuciones y complacientes entrevistas en los medios de comunicación que condenan los hechos, que están comprometidos con la ley y con la institucionalidad, que defienden la libertad de expresión y que las investigaciones llegarán hasta las últimas consecuencias. El apresurado llamado a calificar servicios de once altos oficiales de inteligencia militar incluyendo un general, un día antes de la publicación de la revista Semana, solo dejan el sabor de que el Gobierno nacional siempre ha estado al tanto de todo esto y lo ha querido ocultar.

¿Quién dio la orden?

A pesar de que, según las declaraciones oficiales, las investigaciones aún siguen su curso y pronto se harán públicas nuevas revelaciones por parte de las autoridades judiciales y disciplinarias, el país aún intenta comprender la gravedad de los hechos que se han revelado. Lo que se ha puesto en evidencia es un entramado de corrupción al más alto nivel, utilizado para poner las herramientas de seguridad del Estado al servicio de intereses particulares y perseguir a personas que puedan expresar una voz crítica contra el Gobierno. Y, además, financiado con dineros provenientes de la estafa a un país aliado. En pocas palabras, es la toma mafiosa del Estado en su máxima expresión.

Claramente, una empresa criminal de estas dimensiones no puede ser solo la aventura desquiciada de un pequeño grupo de oficiales renegados, unas “manzanas podridas”, como se ha querido presentar. Semejante dispositivo de espionaje únicamente puede ser autorizado y organizado desde muy arriba. El tipo de personas espiadas -senadores, periodistas extranjeros, exmilitares- hace pensar que los intereses en riesgo eran de personas muy poderosas.

Además, el hecho de que en la lista de “perfilados” aparezca el nombre de Jorge Mario Eastman, exconsejero presidencial y actual embajador en el Vaticano, es espeluznante. Eastman es amigo de infancia de Iván Duque, fue su primer consejero presidencial y luego se distanció del núcleo duro del Gobierno para irse a la plácida e irrelevante Embajada en la Santa Sede. El espionaje contra él confirma dos cosas, no se sabe cuál más aterradora: primero, que el uribismo radical es una secta de fanáticos que no admite el más mínimo cuestionamiento, y segundo que son capaces hasta de traicionar a sus amigos más íntimos, es decir, no conocen ni la lealtad ni la confianza.

La farsa

Lo anterior, no por ser macabro deja de verse patético si lo comparamos con lo conseguido por el mentor del actual presidente. Claramente nos encontramos ante un paralelismo aterrador entre las prácticas criminales de los gobiernos del maestro y el alumno: Falsos positivos y “optimización operacional”, Agro Ingreso Seguro y Finagro, articulitos y jugaditas y ahora chuzadas del DAS y “perfilaciones” de la inteligencia militar.

No obstante, el país ya no es el mismo y está despertando del embrujo autoritario. Lo que antes se percibía como aterrador, hoy parece grotesco. Lo que antes asustaba con su poder, hoy solo es el espectáculo de una bestia agonizante. Peligrosa aún, pero en fase terminal.

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