Una corresponsalía en Moscú

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Tanques en el Kremlin en el intento de golpe de Estado en agosto de 1991. Foto Vladimir Radionov, Sputnik.

Alberto Acevedo

Hacia el verano de 1989 se concretó un acuerdo de cooperación entre el Partido Comunista de la Unión Soviética y su homólogo colombiano, mediante el cual, el periódico Pravda, órgano central del PCUS, y el semanario VOZ, establecían las condiciones para el envío de un corresponsal a Moscú, con la doble intención de garantizar el despacho de noticias del país soviético a Bogotá y desbrozar el camino para establecer una corresponsalía permanente por un largo período.

Entre las dos direcciones, la del periódico y la del partido en Bogotá, se acordó que el pionero de las corresponsalías en Moscú sería el entonces jefe de redacción del periódico, Alberto Acevedo.

En estas condiciones, arreglé mis maletas y tomé el avión, rumbo a la capital soviética. Había un contrato formal, que no se llegó a firmar físicamente, pero que se respetó. Incluía el derecho a disfrutar de un apartamento, eventualmente una oficina de corresponsal, tener un salario, y viajar con mi familia, si lo quería. Desde luego, los costos del viaje corrían por cuenta de Pravda, y se entendía que también los de regreso, a la hora del relevo. El contrato inicial era por dos años, al cabo de los cuales llegaría el reemplazo, y la tarea continuaba.

Con todos los honores

A Moscú llegamos un día, de mediados de semana, como a las dos de la madrugada. En el aeropuerto esperaban, desde hacía horas, algunos funcionarios, un traductor, y dos camionetas negras, las criticadas chaikas, en las que se movilizaban los miembros de la nomenclatura soviética. Las camionetas eran, una para la familia y otra para las maletas. En realidad, solo transportaba dos maletas de demacrada presencia y escaso peso.

El apartamento resultó lo que se denomina allá, un piso, de un edificio de viviendas, a pocas cuadras de la Plaza Roja, es decir, un sitio privilegiado, de fácil transporte a cualquier sitio de la ciudad. Tenía instalado un teletipo, para el envío de noticias a Bogotá, por lo que no se planteó una oficina especial para el trabajo del periódico. El lugar era vivienda y oficina al mismo tiempo. No existían en la capital soviética en ese momento los desarrollos de internet o telefonía de los que hoy se dispone.

El salario asignado eran 300 rublos, una parte de los cuales se pagaba en dólares, por mi condición de extranjero. Esta suma era una paradoja. Para entonces, el rublo estaba a la par del peso colombiano. Es decir, trescientos pesos mensuales. Pero esa suma, era un poco menos de lo que ganaba un ministro de Estado. Más que lo que se ganaba un maestro, un médico, un científico. Un obrero calificado ganaba entre 100 y 200 rublos. Un pensionado, unos 30 rublos.

Contrastes

El ejemplo no es arbitrario. Lo que parecía una cantidad enorme de dinero, al cabo del período de la corresponsalía era una cifra irrisoria. Y si afectaba a una persona que tenía la posibilidad de conseguir divisas extranjeras, qué sería de la suerte de quienes no podían hacerlo. Es decir, los trabajadores rasos. Muchísimos productos de la canasta familiar eran subsidiados. Un pan que podría pesar medio kilo, una botella de leche, una de vodka, una libra de carne o un paquete de huevos, valían unas pocas monedas, eran precios irrisorios. El problema es que no se conseguían en el mercado. La economía se desbarajustaba paulatinamente.

Comenzando el trabajo de corresponsal, la crisis no se sentía. Para la época, un corresponsal de un periódico comunista era tanto como ser un privilegiado. El corresponsal recibía un carné de Pravda, que le abría las puertas en muchas partes. Por ejemplo, en las tiendas para extranjeros, donde se conseguían vinos, quesos, carnes especiales, conservas, en fin, productos que no estaban en las tiendas de acceso a la población. No pude evitar sentir una enorme vergüenza en una ocasión al salir de una de esas tiendas para extranjeros con varias bolsas de provisiones, y pasar por las tiendas para nacionales, con inmensos mostradores vacíos, donde sólo había agua mineral y fósforos.

Discutible estímulo

En otra ocasión, al final de la gestión periodística, con nuevas expresiones de la crisis del sistema socialista, gracias al cambio de unos dólares en el mercado negro, tenía mi casa varias bolsas con rublos; no eran fajos de dinero, eran bolsas, y esa noche no tuve para la comida más que una tasa de té caliente y unas galletas. No se conseguía ni siquiera un huevo, a menos que uno tuviera contacto con las mafias que distribuían productos a precios exorbitantes.

Bajo el gobierno Gorbachov, y siguiendo la tradición de premiar a las empresas industriales o agrícolas que se destacaron en la producción, un koljós se ganó el premio de héroes del trabajo socialista, por alcanzar una cifra récord de algo así como 300 mil toneladas de trigo. Este corresponsal supo que los administradores del koljós habían pedido, a otras cooperativas, en préstamo, varias toneladas del producto, para cumplir la meta. Gorbachov asistió, con la prensa a la ceremonia de premiación, y al término de ésta, los administradores devolvieron las cantidades de trigo que habían prestado. Era una solemne estafa a la nación y al partido. Hice la corresponsalía denunciando el hecho. Y al parecer, algunos camaradas del regional de Antioquia, de donde yo provenía, escandalizados, pidieron mi expulsión del partido, por desacreditar al socialismo.

Raíces en la entraña popular

Ejemplos como este, hay muchísimos. Se me ocurrió mencionar estos, para ilustrar el hecho de que al momento de producirse el golpe de Estado contra Gorbachov, que puso término a una revolución socialista de setenta años, cuando por las calles de Moscú aparecieron los tanques del ejército, en cierta forma alentados por Boris Yeltsin, ni un solo soviético se paró a defender la obra del socialismo.

Se nos había dicho siempre, a los militantes de los partidos hermanos, que el PCUS tenía profundas raices en las entrañas del pueblo y del ejército rojo. En el entramado del golpe, dos ciudadanos murieron; uno, porque se le atravesó a un tanque del ejército, otro en un incidente en una de las repúblicas federadas. En Medellín, ese fin de semana, hubo sesenta muertos por causas violentas, cifra infinitamente superior a las bajas producidas en una contrarrevolución, que sepultó el legado de la gesta de Octubre de 1917.

Sobra decir, que el caos generalizado con los nuevos gobernantes, fue grande. Al corresponsal de VOZ, queal principio le dieron un tratamiento de diplomático, nadie del PCUS, fue a despedirlo siquiera al aeropuerto. Le notificaron que debía devolver el apartamento en Moscú, o pagar un canon  de arriendo de dos mil dólares mensuales. Por consiguiente, ni siquiera el tiquete de regreso. Debieron enviar el boleto de avión desde Bogotá. Y así, fui el pionero y el sepulturero de esa experiencia periodística.