Juan Guillermo Ramírez
La fuerza del arte es la manifestación de un fenómeno indefinible que no puede plegarse ni a la voluntad de los hombres ni a la de los sistemas. A.T.
Lo que más atrae de la filmografía de Andrei Tarkovski (1932-1986) es su permanencia como autor, su mensaje humanista, su búsqueda de espiritualidad, al interior de un mundo invadido por el mal. Irreductiblemente su estilo cambia ascendiendo cada vez más hasta colocarse en una interrogación soberana y profunda que apunta hacia la consecución de una verdad absoluta, en donde el cine tiene como una de sus innumerables funciones, la de revelar un mundo en su desnudez más abierta, para dirigir, con su mirada poética y figurativa, una intencionalidad esencialmente cotidiana de las posibilidades humanas.
El discurso del relato fílmico, la moralidad de su mensaje intencional, no son más que el soporte, el pretexto que constituye una figuración humana de la frontera de la esperanza. Su mensaje, a pesar de esto, no está en su discurso personal ni en su relato, sino en la misma película comprendida como objeto, como acto de creación, de fe y de esperanza, que es su nacimiento.
Por una puerta entreabierta, nosotros nos ubicamos detrás de la cámara y penetramos, como si fuéramos luminosidades de luz, en una pieza de muros grises, opacos y tristes, como si allí habitaran la melancolía y la desesperanza. Tres personas duermen mientras se escuchan los primeros ecos del paso de un tren. Del otro lado de la puerta de madera, estamos nosotros. Raros, muy extraños, son los temas fílmicos que nos hacen bascular en un universo totalmente desconocido y nos ofrecen el sentimiento de lo extraño. Stalker de Andrei Tarkovski, es uno de ellos.
Quinto largometraje de Tarkovski, el mismo realizador de Andrei Rubliov, de Solaris, de El espejo, de El sacrificio y de Nostalgia, entre otros, Stalker es una película soberbia, y por lo tanto desconcertante, difícil y profunda, no se parece a ninguna otra. Posee un fuego interior que devora el alma. Una llama de fuego como se ve raramente en el cine en general y en el soviético, en particular. Y es que es muy difícil tratar de definirla, sería inútil e innecesario, porque esa multiplicidad de posibilidades, fácilmente podría hablarse de una película de ciencia ficción, de una fábula política, de un poema metafísico o trascendental, de una meditación existencial.
Por un lado, hay una ciudad con sus fábricas, sus almacenes, sus depósitos, sus factorías y sus chimeneas que dejan escapar el humo. Sus sirenas y sus motocicletas de la autoridad que patrullan continuamente ese laberíntico mapa vial y con su presencia despiertan el miedo. Y es que testimonian un universo donde los colores se marchitan. Por otro lado, detrás de los espejos y de los arpados, hay una “Zona”, un lugar tocado por la llegada de un meteorito, en donde nada es como antes, en donde la línea derecha no es siempre el camino más corto, en donde la única presencia que vive es un perro negro, en donde a pesar de los vestigios del pasado, casas destruidas, carcazas de tanques de guerra cubiertos por la yerba, túneles abandonados por el tiempo y por el agua, depósitos de arena, recuerdos esparcidos en desorden, imágenes de vida, le dan una indefinible melancolía. Todo cambia y se ahoga como en el primer día.
Un universo poblado de silencios de eses de catedral vacía y de caverna misteriosa, dentro del cual se encuentra la habitación donde se realizan todos los deseos y está filmada en azules, grises y verdes, tan bellos y tan fríos como la lágrima de un búho.
Para pasar de la ciudad y llegar a la “Zona”, para acompañar a los viajeros, Stalker, el profesor, el escritor, el físico, viajeros temerarios y anhelantes por otorgar sus deseos, están los “Stalker”, una especie de hombres iluminados, cuya descendencia está marcada por la maldición. Ellos conocen las páginas y los sortilegios de este universo que desconfía de la razón. De una rara belleza, Stalker es una película-rio, marca un trayecto y nunca la imagen había existido ni aparecido tan justa y tan acuática, tan agua, porque es ella la que siempre está presente. Ella recubre todo, se filtra, corre, canta y crece, se apaga y llueve. Es necesario dejarse llevar por las ondas de su cauce, como si se caminara sobre la cuesta de una ola.
Y es que hay que dejarse invadir por la cólera de Stalker, contra esos intelectuales cuyos ojos están vacíos y que no piensan más que en venderse siempre a un mejor precio. Es necesario dejarse impregnar por su loca certeza y certidumbre que se haya en el fondo de la angustia, allí donde moran la esperanza y el deseo, que son más fuertes que la angustia. Y así, en esa mirada de la niña que contempla el eterno desplazamiento de los vasos sobre la mesa, la luz estalla en lamentos ahogados, y nos encontramos todos, nuevamente, en ese umbral que llueve, en esa “Zona” sagrada que todos llevamos dentro.