Ómer Calderón
@omer_calderon
Inquieta una propuesta en la reforma de la ley 30 de 1992, presentada por el Ministerio de Educación. Se trata del exabrupto de censurar la palabra “alumno”, e instalar un recurso retórico de subvaloración de la labor magisterial. Se pretende incluir en la Ley de Educación Superior, y las demás complementarias un nuevo artículo que ordena reemplazar la denominación de “alumno” por “estudiante”.
De esa manera podemos observar dos hechos sintomáticos: la pretensión de imponer un lenguaje equívocamente correcto y el posicionamiento normativo de un discurso pedagógico posmoderno contra la docencia.
Esta absurda iniciativa proviene de la difusión en medios académicos de una definición de la palabra alumno, que etimológicamente significaría “sin luz”, que al constatar con cualquier diccionario de etimología se evidencia que no corresponde a la etimología de la palabra “alumno”. Por el contrario, su traducción del latín tiene un bello origen.
Esa falsa definición proviene de un discurso posmoderno, que, arguyendo el carácter determinante del lenguaje, sostiene que las cosas existen si se nombran, y son según se denominen. Por tanto, postulan que en las relaciones docente – alumno, al primero se le atribuye una identidad basada en la creencia de que sabe más y que su discípulo carece de conocimiento, por tanto, de luz, siendo la tarea del maestro dar luz al niño escolar.
Como se aprecia, esa lógica argumentativa apunta a demostrar que el maestro es alguien que tiene una relación de poder que somete al discípulo, puesto que instrumentaliza su conocimiento de la disciplina que enseña, para imponer su dominación sobre el dominado estudiante. Esta imaginería sustenta la representación del maestro como autoritario, antidemocrático e “injusto epistemológicamente” al desconocer los saberes del niño. Es, en síntesis, un planteamiento contra-docente.
Ningún maestro se reconoce en ese papel de funcionario autoritario que impone el conocimiento de la escritura, la lectura, la ciencias, las humanidades, de manera arbitraria e inconsulta. Por el contrario, a pesar de los lineamientos curriculares del MEN y de la pedagogía posmoderna, todos los días el magisterio enseña a las nuevas generaciones las claves de la cultura, transmitiendo los conocimientos elaborados a partir de saberes ancestrales de todos los pueblos del mundo.
Que a pesar de las modas pedagógicas agenciadas por organismos multilaterales, el magisterio transmita conocimiento a las nuevas generaciones, no quiere decir que la escuela sea un romántico lugar de enseñanza y aprendizaje. No. Quiere decir que la educación es un ámbito de lucha por el derecho al conocimiento de las más caras realizaciones de la inteligencia humana, en la que hay problemas, pero que estos no son la esencia del quehacer docente, sino efecto de las políticas curriculares establecidas por el Ministerio de Educación.
Lo que está indicando este detalle de reforma del lenguaje en la norma, es el salto del discurso posmoderno de la esfera académica, en el que es imprescindible debatir todo lo pensable, hacia el ámbito regulatorio del quehacer docente, pretendiendo dictar que es la realidad etimológica, con amaño a una concepción negativa del magisterio, con lo que se articula a la estrategia neoliberal de responsabilizar a los trabajadores del desastre de su modelo social, como sucede, por ejemplo, con ideas que atribuyen el desempleo a la educación, y los bajos resultados en las pruebas académicas del alumnado al magisterio.
Afortunadamente, esa propuesta de reforma del lenguaje y de cambio por decreto de la etimología de una palabra, no es la esencia de las propuestas de reforma a la Ley de Educación Superior. Ese es otro tema que es imperioso debatir en la perspectiva de garantizar el derecho a la educación superior.