miércoles, diciembre 4, 2024
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Suicidio y derechos laborales

El lamentable suicidio de una médica en Bogotá abre el debate sobre la salud mental en el trabajo, pero la reflexión debe trascender el simple ámbito individual para cuestionar las formas en que se trabaja en el capitalismo neoliberal

Federico García Naranjo
@garcianaranjo

La semana pasada, la médica residente y estudiante de especialización en la Universidad Javeriana de Bogotá, Catalina Gutiérrez Zuluaga (D. E. P.), se quitó la vida a causa de las presiones derivadas de su trabajo. El hecho sacudió a la opinión pública porque en medios de comunicación y redes sociales se comentó con insistencia sobre las condiciones de maltrato laboral que sufren los médicos y el personal de la salud en Colombia.

Merece la pena analizar este hecho y, sobre todo, la reacción que se ha producido en la opinión pública, debido a que es un fenómeno que registra un preocupante ascenso desde la pandemia y que, para poder tratarlo con eficacia, debe primero comprenderse mejor. Por eso, es importante proponer algunas preguntas que, sin ninguna pretensión, puedan provocar diálogos y abrir conversaciones sobre este problema.

Menos psiquiatras, más sindicatos

Lo primero que debe advertirse es que el suicidio es un fenómeno complejo que suele obedecer a la confluencia de muchos factores, tanto psicológicos y cognitivos como del entorno en que la persona se desenvuelve. En este último, se encuentra el ambiente laboral y las condiciones en que la persona realiza su trabajo. Esas condiciones, que mejoraron considerablemente a partir del siglo XIX gracias a las luchas obreras, han empeorado de forma acelerada desde la implantación del neoliberalismo en el decenio de 1990.

La pérdida de derechos laborales como el contrato indefinido, las vacaciones o las licencias de enfermedad y de maternidad han provocado que las dos últimas generaciones de jóvenes trabajadores se vean enfrentados a una cada vez mayor precariedad laboral. Precariedad que, en lo cotidiano, les somete a unas insultantes condiciones de supervivencia y, en lo estructural, les arrebata la posibilidad de pensar y planear un futuro tranquilo.

Por otro lado, la necesidad de ganancia que impone el mercado a los centros de salud que, como empresas, deben competir y ser eficientes, provoca, además, la sobreexplotación de los trabajadores. Por ello, en ambientes laborales donde prima la rentabilidad son frecuentes hechos de maltrato y acoso laboral y sexual. El fenómeno es tan extendido que ya existen conceptos ─en inglés, obviamente─ para definir, por ejemplo, el acoso laboral (mobbing) y el estrés laboral crónico (burnout).

A mí me pasó

Este enfoque del problema, así como el personaje Bruno de la película Encanto, casi nunca es asumido como parte del debate público. Tal vez, este silencio sobre la relación entre los derechos laborales y la salud mental se debe a que los propios medios de comunicación son, a su vez, empresas que buscan rentabilidad. Así, abrir un debate de estas características equivaldría a abrir una caja de Pandora con sus trabajadores, los del propio medio y los de las empresas del conglomerado dueño del medio.

Otra razón, tal vez, es que la actual sensibilidad neoliberal gira alrededor del individuo concebido como el inicio y el fin de todas las cosas. Ello provoca, por un lado, que se responsabilice al individuo de todo lo que le sucede (“Catalina tuvo la culpa por débil”) y que, además, se lleve la conversación exclusivamente al ámbito individual e íntimo de las personas, ignorando el ámbito social.

Por esto, no es extraño que las redes sociales se hayan llenado de testimonios donde los usuarios revelaban experiencias de maltrato laboral, suyas o de conocidos. Ello es comprensible porque el maltrato es un fenómeno extendido, tanto en el ámbito laboral como en espacios formativos como las facultades de Medicina, pero del que no se habla porque se considera normal dentro de la lógica de la productividad capitalista. Es decir, casi todos hemos sido objeto de malos tratos en nuestros centros de trabajo, pero nadie lo reconoce ni se queja porque se entiende que es una parte desagradable, pero inevitable, de la experiencia laboral.

Desde este punto de vista, el subalterno debe aceptar sin chistar las órdenes de sus superiores y su principal propósito debe ser el aumento de la productividad de su empresa. En este contexto, la exigencia de condiciones que permitan al trabajador hacer su trabajo en forma digna y sin riesgos a su salud mental o, incluso, su integridad física, es percibida como la búsqueda de privilegios por parte de las “élites sindicales” o, en el peor de los casos, un berrinche propio de la “generación de cristal”.

“Mejor agradezca”

Por supuesto, no se pretende aquí hacer una apología a la comodidad o desconocer el carácter estresante que tienen muchos trabajos, entre ellos, el que realizan los profesionales de la salud. El problema es que el debate público planteado en términos de “a mí me pasó”, lleva la discusión a un escenario en blanco y negro donde unos exigen unas condiciones laborales absolutamente armónicas, agradables y sin presiones, mientras otros rebaten que el problema es que los jóvenes no están preparados para asumir la adultez, con todo lo que ello implica, incluso aguantar el maltrato laboral.

En cuanto a la profesión de los trabajadores de la salud, existe aún más distorsión en este debate. Desde siempre se ha entendido este trabajo como muy exigente y que requiere largas jornadas de trabajo, además de que es percibido como un trabajo de élite, al que las personas acceden por voluntad propia. Por ello, si un trabajador de la salud expresa su angustia por los turnos interminables o por la fuerte presión a la que se ve sometido, es respondido normalmente con un “para qué se lo buscó, mejor agradezca que tiene un buen trabajo”.

Trabajo humano, no inhumano

Si bien es sabido que el trabajo de los profesionales de la salud es muy exigente, con horarios inhumanos y condiciones lamentables, ello no debe llevar a asumir que es una situación deseable. Por ello, no debe responsabilizarse, en este caso, a Catalina Gutiérrez (D. E. P.) por no prever el estrés al que se vería sometida al escoger la carrera de medicina. Lo deseable es que por más duro que sea el trabajo, cualquier trabajo, pueda hacerse de forma digna y en condiciones para que, por un lado, la empresa tenga productividad y, por otro, para que el trabajador no sufra maltrato.

Por esta razón, el debate no puede quedarse en pedir “más empatía” o en exigir sanciones a los jefes maltratadores. El debate debe abordarse también desde una perspectiva material, que cuestione los desajustes estructurales que tiene el mercado laboral y que reivindique el trabajo no como una carga inevitable que debemos soportar, sino como la posibilidad de crear y transformar nuestro entorno, así como de realizarnos como personas.

Mientras tanto, cuando todos nos conmovemos por el suicidio de Catalina, numerosos niños y jóvenes se suicidan cada mes en las zonas de conflicto para no ser reclutados por los grupos armados, pero de ello no se habla. Tristemente, el suicidio como fenómeno social, también tiene un sesgo de clase.

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