¿Qué será de Siria?

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Diana Carolina Alfonso

Después de 53 años, la dinastía al-Ásad se precipitó sobre un trágico final anunciado por sus enemigos -en Qatar, Turquía, Arabia Saudita, Estados Unidos e Israel- durante la Primavera de Damasco entre el 2010 y el 2011.

Bashar al-Ásad asumió la presidencia de Siria tras la muerte de su padre, Háfez al-Ásad. Háfez lideró el Partido Baaz Árabe Socialista desde los años 60 y fustigó tres golpes de Estado que terminaron por remover a la vieja conducción del baazismo. La familia al-Asad representó el último aliento del proyecto panarabista.

La Primavera de Damasco condensó las aspiraciones destitucionistas de sectores internos bien definidos, entre los que encontramos, además de Al Qaeda, a la hermandad musulmana, los laicos de la pequeña burguesía capitalina, los campesinos del norte obligados a huir a Alepo a causa de las sequías, y el grueso de un país condenado a la miseria como resultado del tratado de libre comercio, firmado con Turquía hacia el fin de las revueltas del 2011.

Aunque minorías de gran peso en el ámbito internacional, como la resistencia kurda en Siria y algunos sectores de la comunidad palestina laica exiliada, manifiesten un cierto júbilo frente a la caída de al-Ásad, lo cierto es que la pulverización final del proyecto panarabista es un sueño realizado para Israel y sus aliados.

Desde el 2016 cuando se escindió de Al Qaeda, Abu Mohammed al-Jolani, líder de Hayat Tahrir al-Sham (Organización para la Liberación del Levante, o HTS), sembró terror en las periferias de Damasco por sus tratos deshumanizantes hacia las comunidades alauitas, armenios, kurdos y chiitas, consideradas por él como ‘apóstatas’.

Reconocido rápidamente por occidente, al-Jolani fue disfrazado con ropas de burócrata para enarbolar un discurso conciliador. Sin embargo, la delicada paz, en medio de la balcanización en ciernes que vive Siria, solo recuerda a las primeras semanas de tranquilidad en Irak, luego del asesinato de Hussein y justo antes de la carnicería en la que perecieron más de un millón de personas.

Por estas semanas arrecia la competencia por los trozos de Siria: la Unión Europea borra el pasado yihadista del nuevo gobierno; la corona saudí, afecta por igual al tráfico de armas y de personas, responsable de financiar y armar a las primeras organizaciones yihadistas entre Pakistán y Afganistán a fines de los 80, exige a la comunidad internacional que se levanten todas las sanciones económicas que pesaban contra Siria desde 1979, cuando el Departamento de Estado norteamericano le incluyó en la lista de países que apoyaban el terrorismo. Israel, por su parte, avanza diez casilleros en la extensión de su proyecto colonial que incluye zonas de Egipto, Siria, Palestina, Jordania y Líbano.

Tal parece que sobre el silencio cobarde que dejó Bashar al-Ásad, nacerán una o varias naciones pro occidentales, destruidas, pobres, misóginas, yihadistas, pero próximas a las democracias liberales.

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