¿Obra de un líder o de un pueblo?

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La Revolución cubana se ha ganado la admiración de los pueblos del mundo.

Pablo Guadarrama González

Nadie pone en duda el protagonismo de Fidel Castro en el proceso revolucionario que culminó con la derrota de la dictadura batistiana el 1 de enero de 1959, del mismo modo que se reconoce el de José Martí en la contienda final por la independencia frente al colonialismo español.

Sin embargo, una sobrevaloración de cualquiera de estas dos significativas figuras en la historia cubana puede conducir al error de subestimar el papel del pueblo en las respectivas épocas históricas.

Aquellas concepciones que inducen a considerar a los héroes como los únicos impulsores de las transformaciones sociales están concebidas para inculcar el criterio según el cual, una vez desaparecido el líder del proceso que ellos encabezan, este debe sucumbir. Por supuesto que esta es una forma de estimular el magnicidio cuando se quiere promover algún tipo de cambio político «natural». Sin embargo, la historia es testaruda y ofrece innumerables ejemplos que desvirtúan tales criterios. El proceso revolucionario cubano, iniciado desde mediados del siglo XIX hasta nuestros días, constituye una prueba de la insustentabilidad de esa tesis.

Tanto Carlos Manuel de Céspedes —el Padre de la Patria, quien encendió la llama independentista con el Grito de Yara el 10 de octubre de 1868— como el mayor Ignacio Agramonte murieron enfrentando a las tropas españolas, pero ello no significó que el pueblo cubano abandonase una guerra que duró diez años. En el fragor de la lucha emancipadora paulatinamente emergieron nuevos líderes, como Máximo Gómez, Antonio Maceo, Calixto García, etc.

Pocos meses después de reiniciada la guerra por la independencia en 1895, su máximo líder, José Martí, y en 1896, uno de sus principales generales, Antonio Maceo, caerían en combate. Sin embargo, al igual que en el caso anterior, las tropas insurrectas continuaron la lucha armada, solo interrumpida en 1898 por la intervención yanqui, inspirada en la Doctrina Monroe, cuyo objetivo era la anexión de Cuba y Puerto Rico a Estados Unidos.

Contra Batista

Similar situación ocurrió durante la lucha revolucionaria en contra de la dictadura de Fulgencio Batista a fines de los años 50. Destacados líderes de aquel proceso insurreccional, como Abel Santamaría —segundo al mando del asalto al cuartel Moncada—, José Antonio Echeverría —quien dirigió el ataque al Palacio Presidencial y era el presidente de la Federación Estudiantil Universitaria— y Frank País —jefe del Movimiento 26 de Julio para la sección urbana, en apoyo al Ejército Rebelde de la Sierra Maestra—, fueron asesinados, pero la participación popular en la guerra liberadora, lejos de disminuir, se incrementó.

Ciertamente, en aquella lucha hubo momentos decisivos en los cuales el optimismo de un líder carismático como Fidel Castro desempeñó un protagonismo excepcional. Así fue en diciembre de 1956, cuando se reunió con los sobrevivientes de los 82 expedicionarios que habían partido desde México en el yate Granma para enfrentar la tiranía, con el objetivo de conocer de cuántos combatientes y fusiles disponían. Y ante la respuesta de Raúl Castro de que solo eran doce hombres con apenas siete armas, Fidel exclamó que con ellos triunfaría la Revolución. ¡Y así fue!

No solo el vehemente optimismo de Fidel, sino también la profunda convicción de que el pueblo cubano le acompañaría en aquella trascendental empresa, hicieron que pocos días después aquel pequeño núcleo, acompañado de unas decenas de campesinos armados con escopetas de caza, tomaran el cuartel de El Uvero, superior en soldados y armas.

Si el pueblo cubano, representado por múltiples sectores sociales, no hubiese apoyado decididamente la lucha armada dirigida por Fidel Castro, el Ejército Rebelde, con apenas unos cinco mil hombres, pertrechados con las armas que tomaban al enemigo y comandados, entre otros, por Camilo Cienfuegos, Ernesto (Che) Guevara, Raúl Castro, Juan Almeida, etc., difícilmente hubiese podido vencer en unos dos años, como sucedió, a un ejército de unos treinta mil hombres, asesorado y equipado por el gobierno de los Estados Unidos de América.

El proceso revolucionario

Pero la dialéctica articulación entre un líder como Fidel y su pueblo se puso de manifiesto en múltiples ocasiones tras el triunfo revolucionario.

A medida que se producía la transformación radical de la estructura socioeconómica y política de la sociedad cubana —con la reforma urbana, la reforma agraria, la nacionalización de las empresas extranjeras, la campaña de alfabetización, la ampliación de la cobertura gratuita de educación y salud, el aseguramiento de un mínimo básico de productos alimenticios para toda la población, la promoción de actividades deportivas y culturales, etc.—, también tenía lugar una radicalización del proceso revolucionario, con la consecuente decantación de algunos grupos que se fueron distanciando y otros al final hasta se opusieron, incluso con las armas.

Y en ese momento, de nuevo se puso a prueba la identificación «pueblo-líder» y «líder-pueblo», en especial cuando surgieron bandas armadas contrarrevolucionarias o se produjo la intervención mercenaria en Playa Girón por Bahía de Cochinos. En tales circunstancias fue decisiva la presencia del líder máximo, lo mismo al frente de un pelotón de combate en la Sierra del Escambray para capturar a los asesinos de Manuel (Piti) Fajardo, médico y comandante del ejército revolucionario, que murió disparando desde un tanque de guerra contra uno de los barcos yanquis que apoyaban a los invasores.

Fue en tales momentos, como en innumerables otras ocasiones, cuando se conjugó armónicamente el protagonismo de Fidel con el del pueblo cubano.

La continuidad

Tal vez uno de los instantes más significativos de la entrañable confianza entre ambos se puso de manifiesto cuando desaparecieron la Unión Soviética y el campo socialista. Algunos ilusos vaticinaron que muy pronto también el pueblo cubano abandonaría su proyecto revolucionario, «humanista práctico» y socialista. Sin embargo, este se ha mantenido a pesar del recrudecimiento del brutal bloqueo norteamericano, repudiado por la comunidad internacional.

Del mismo modo creyeron que con la muerte de Fidel se desplomaría la Revolución cubana, que ya con orgullo celebra su aniversario sesenta. Tal vez olvidaron que su líder histórico no necesita estar presente físicamente para encarnarse en su pueblo, pues él había aprendido de José Martí que «Nada es un hombre en sí, y lo que es, lo pone en él su pueblo. En vano concede la Naturaleza a algunos de sus hijos cualidades privilegiadas; porque serán polvo y azote si no se hacen carne de su pueblo, mientras que si van con él, y le sirven de brazo y de voz, por él se verán encumbrados, como las flores que lleva en su cima una montaña».1

1 José Martí. Obras completas, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1976, t. 13, p. 34.