El genocidio es una forma de violencia que busca doblegar la capacidad de lucha y de resistencia de los sectores sociales más combativos
Alberto Acevedo
El presidente Iván Duque inició su gobierno con la impronta de recuperar la seguridad en el país. La consigna de la seguridad tuvo más fuerza que la de la preservación de la paz a lo largo de sus discursos de campaña electoral. Sin entrar en discusiones en torno a por qué primó más una consigna que la otra, cuestión que los lectores seguramente tendrán definida, lo que interesa ahora es señalar que pese al manifiesto interés del mandatario por la seguridad, durante su gestión regresaron las masacres, los desplazamientos forzados, los asesinatos colectivos, las decapitaciones, las violaciones, y alrededor de esta empresa criminal, el resurgimiento del paramilitarismo.
Las últimas masacres registradas en el Valle, en Nariño, Chocó, el Putumayo y otras regiones del país, insinúan la formación de un modelo de organización y reproducción del orden político y no solo la expresión de la acción de lo que al gobierno le gusta denominar como ‘bandas criminales’.
Las matanzas registradas en las últimas semanas, 11 de acuerdo a los registros oficiales, 43 masacres en lo corrido de este año, indica además que la violencia se ha convertido paulatinamente en una forma de control asocial, de control geopolítico. Llama la atención en este sentido, que la presencia de la Brigada de Asistencia de las Fuerzas de Seguridad de los Estados Unidos, SFAB, un cuerpo elite que llegó al país hace unas semanas, manifieste su interés de concentrar operaciones en zonas agrarias y de frontera.
Reconquista
De la misma manera, el anunciado proyecto de renovación del Plan Colombia, lanzado la semana pasada en Bogotá, tiene una curiosa fascinación hacia proyectos agrícolas, justamente en las zonas de conflicto.
Hace pocas semanas en Washington se habló de la “reconquista de América”, de planes regionales hacia el continente, de búsqueda de nuevos recursos naturales para el imperio, como el litio. Recordemos que hace unas décadas, la región de Urabá fue objeto de una ‘reconquista’ de esa naturaleza. Primero llegaron los paramilitares y sembraron el terror. Después las grandes empresas agrícolas, bananeras y de extracción. Buenaventura de perfila como uno de los puertos marítimos más modernos del continente, y ya está sembrado de bandas paramilitares y del narcotráfico.
Ese modelo de organización y reproducción del orden político, ya mencionado, tiene además, consecuencias más allá de las fronteras nacionales, por cuanto se intenta replicar en otras regiones en la medida en que surja el ‘peligro’ de un ascenso de la lucha social o de surgimiento de regímenes progresistas en el continente.
Contra las comunidades
Gracias a ese clima de violencia se ha constituido en Colombia un nuevo bloque de poder, alimentado con recursos mafiosos y del narcotráfico, como lo demuestran los escándalos de la ñeñepolítica, las confesiones de Mancuso, entre otros, modelo que tiene además un fuerte componente militar, proclive al paramilitarismo.
El genocidio sistemático se orienta a castigar a pueblos indígenas, afrodescendientes, campesinos, a movimientos sociales, a grupos LGBTI, a sectores de la juventud colombiana en rebeldía, a defensores de derechos humanos.
El genocidio, dicen los analistas, es una forma de castigo social y busca doblegar la capacidad de lucha y de resistencia de los sectores sociales más combativos y esclarecidos. Es la aplicación de la estrategia diseñada por un comandante del ejército, de ingrata recordación, de “quitarle el agua al pez”, consistente en que ante la incapacidad de liquidar físicamente a la dirigencia guerrillera y al movimiento popular, comenzaban a eliminar físicamente a dirigentes de base y activistas para buscar el desconcierto total y la desbandada de las bases sociales. Es lo más desmoralizante para el movimiento popular y un golpe fulminante al proceso de paz.
Funcionales al bloque de poder
La desarticulación de los acuerdos de La Habana ha sido un viejo anhelo de los sectores más retrógrados de la política nacional, encarnados en el Centro Democrático y en su presidente. Lo intentaron en el pasado con el plebiscito por el sí, que terminó siendo por el no a los acuerdos. Lo plantean ahora proponiendo una reforma constitucional, un plebiscito que reduzca las cortes de justicia, elimine la representación de la insurgencia en el congreso, incube una reforma a la justicia de carácter retrógrado, en fin, el copamiento de los órganos de control.
Es en este contexto que las masacres resultan funcionales a los propósitos del nuevo bloque de poder. El genocidio va más allá del asesinato de un grupo de individuos, busca aniquilar a sectores enteros de la sociedad, por su color de piel, su militancia política, sus creencias. Transmite un mensaje de desesperanza, de impotencia a quienes integran el tejido social.
Intenta cuajar en estos momentos una discusión en relación a si se trata de masacres, asesinatos masivos, de si hay persistencia y continuidad en ellos. La Corte Constitucional y las cortes internacionales, cuando se han ocupado del martirologio colombiano, definieron ya estos asuntos. El presidente Duque busca desviar la atención de la opinión pública del meollo de este asunto, para bajarle perfil al derramamiento de sangre.
De nuevo el Catatumbo
En el caso de la matanza de los cinco muchachos de Cali, las madres sobrevivientes han denunciado que personas desconocidas las han amenazo y conminado a que abandonen el barrio si no quieren morir. En los casos de Urabá, Córdoba y el Chocó, las comunidades han sido objeto de ataques en forma reiterada.
A quienes sobreviven a las muertes les dicen que abandonen sus tierras y posteriormente aparecen otros “dueños”. Solo al presiente Duque y a su gabinete se les ocurre que en estos casos no hay sistematicidad en el genocidio. El martes en la noche, al cierre de esta edición, la prensa registró una nueva matanza en el Catatumbo. ¿Habrá o no sistematicidad en esta práctica de aniquilamiento social?
Estamos pues en presencia de un descabezamiento generalizado de los liderazgos sociales. Estas acciones debilitan la posibilidad de que las organizaciones defiendan sus derechos e intereses colectivos, debilitan la representación social del campesino, castran el surgimiento de nuevos líderes, anulan la posibilidad de crear estructuras sindicales o gremiales de proyección nacional, con mayor fuerza de negociación, debilitan los gobiernos locales e inhiben la representación política de estos sectores a escala nacional.
Este panorama hace parte también del balance de los primeros dos años de gobierno del actual mandatario. Implica un proyecto de inspiración fascista, que seguirá adelante, a menos que una vigorosa movilización social lo impida.
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