Pietro Lora Alarcón
Escribir bajo la tempestad tiene por lo menos dos inconvenientes: la tendencia a que el impacto de los hechos de última hora haga perder de vista el equilibrio necesario; después, la tentación de aventurarse a antipáticas y apresuradas lecciones, para al final justificar recetas sobre “cómo hacer revolución” o “cómo dirigir gobiernos populares”.
Eso no significa que no sea necesario emprender un esfuerzo para ver cómo se formaron las nubes y cuál es la fuerza del temporal. Aunque el sol comenzó a salir en Argentina, y en Chile se ventila una nueva constitución con arraigo popular, así como Brasil festeja la libertad de Lula y empieza en verso y trova el prometedor debate sobre un frente amplio para hacer frente al gobierno de Bolsonaro, al mismo tiempo, en nuestra época, la actitud criminal del Estado colombiano a la paz es ignominiosa, la agresión a Venezuela se fragua continuamente y Bolivia este final de semana fue el teatro en que resucitó la pieza de los golpes con la “sugerencia” de las bayonetas.
En situación tan confusa, pero comprometido con estas líneas, ir a los clásicos me pareció cauteloso. Me deparé con un texto de Lenin llamado “La dualidad de poderes” en el cual defiende cuestiones que pueden parecer tautológicas, pero que examinadas con calma revelan actualidad enorme: “El problema del Poder del Estado es el fundamental en toda revolución. Sin comprenderlo claramente no puede ni pensarse en participar de modo consciente ni mucho menos dirigirla”.
Viendo así las cosas me parece ingenuo el asombro de algunos que, a lo que parece, no aguardaban una contraofensiva tan brutal de la derecha ante los triunfos electorales de la izquierda. Parte de esa subestimación radica en la confianza sobre el funcionamiento y respeto al Estado constitucional de derecho y a la república democrático-liberal de hoy, así como al no percibir que una respuesta electoral positiva no es sinónimo de convicción transformadora. La ultraderecha, por su parte, alimentada logísticamente por los EUA, avanza de la mano de muchos “liberales” que como decía Marcuse, eran “fascistas de vacaciones”, quebrando los gloriosos postulados y reglas constitucionales.
Ciertamente, hay generosas constituciones promulgadas en el cuarto de hora histórico de gobiernos populares que aún en el marco de la democracia liberal pueden convertirse en herramientas de lucha, pero esa circunstancia jamás puede inhibir el sello transformador que se necesita para romper el sistema. Frente a eso la derecha no duda.
Las constituciones son las primeras a ser desconocidas en la ofensiva reaccionaria. Así, los golpes en Brasil y Paraguay sucedieron sin el requisito constitucional del crimen de responsabilidad; el candidato Lula fue eliminado de la contienda electoral relativizando la constitucional presunción de inocencia; en Colombia, la derecha más vil ofende, señala y macartiza líderes sociales sin los proclamados límites constitucionales a la libertad de expresión y claro, los escuadrones paramilitares matan mientras la letra fría de la Constitución consagra el derecho a la vida; en Bolivia, días atrás una manifestación de mujeres fue hostilizada por una banda de motociclistas, al mejor estilo guardias blancas del nazismo alemán, yéndose al traste el derecho constitucional a la movilización.
No hay lecciones ni recetas, pero Lenin, con su experiencia, alertó cuestiones de extremo valor. En momentos de confusión, leer los clásicos hacen bien.