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Los 500 años de ‘El Príncipe’ (I)

La incidencia de la obra de Nicolás de Maquiavelo en la ciencia política actual

El Principe de maquiavelo

Alfredo Valdivieso

El próximo 10 de diciembre se cumplen 500 años del día en que el pensador florentino terminó de escribir su célebre obra, aunque solo años más tarde vio la imprenta. En algo así como diez meses y haciendo un alto en otro de sus libros esenciales, ‘Discursos sobre las primeras décadas de Tito Livio’, fue terminada la “pequeña obra” (26 capítulos en 101 páginas, en editorial Gredos de Madrid) destinada a Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, al que aunque Maquiavelo señala con el cognomento de ‘El Magnífico’, nada tiene que ver con su abuelo, antiguo gobernante de facto de la República de Florencia, muerto en 1492.

Ser dedicado a un hipotético y futuro príncipe muestra, en palabras de Antonio Gramsci, “el carácter utópico que reside en el hecho de que un Príncipe tal no existía en la realidad histórica, no se presentaba al pueblo italiano con caracteres de inmediatez objetiva, sino que era una pura abstracción doctrinaria, el símbolo del jefe, del condottiero ideal”.

Y según el mismo Gramsci: “pero los elementos pasionales, míticos, contenidos en el pequeño volumen y planteados con recursos dramáticos de gran efecto, se resumen y convierten en elementos vivos en la conclusión, en la invocación de un príncipe “realmente existente”. “La investigación es llevada con rigor lógico y desapego científico”.

Ciencia política

La obra, que ha sido considerada desde diversos ángulos, puede señalarse como la pionera de la ciencia política moderna, clara definidora del Estado: de la necesidad del estado nacional, de la moderna nación; y como la obra de un antifilósofo de la pragmática realpolitik.

Su interés es abrir brecha y mostrar un camino para la reunificación de Italia, dividida en muchos pequeños estados que, tras múltiples guerras intestinas, con la paz de Lodi en 1454, lograron establecer un equilibrio y una concentración por medio de cinco estados no hegemónicos: la república de Florencia, el ducado de Milán, la serenísima república de Venecia, los Estados pontificios y el reino de Nápoles.

Es la conclusión de la urgente necesidad de liquidar la dominación extranjera y la dependencia de tropas mercenarias; de la construcción de un ejército nacional; y es en esencia la obra política que establece en definitiva una barrera entre la Edad Media y los albores del Renacimiento.

Muy antes de la aparición de El Príncipe, la política, confundida entre el poder espiritual y el poder temporal (papas y reyes) en toda Eurasia, se fundamentaba en la ‘Ciudad de Dios’ obra de Agustín de Hipona, escrita entre 413 y 426, cuya finalidad era refutar la opinión generalizada de que la caída del imperio romano a manos de Alarico en 410 fue por la aceptación del cristianismo y el abandono de los antiguos dioses.

Sus cinco primeros capítulos de los 22 sustentan la defensa de la nueva religión, y sus 12 últimos justifican las dos ciudades: la de Dios y la de los hombres, y la concatenación de las mismas. Es el inicio de la formulación de teorías políticas, tras mil años de abandono de las tesis de los clásicos griegos y siglos después de los clásicos romanos Séneca y Cicerón, aunque a diferencia de éstas, ligadas estrictamente al supuesto poder delegado por Dios al papado.

Origen del poder

A la Ciudad de Dios sucede un largo y profundo debate político, por las expectativas e intereses (sobre todo económicos y las necesidades de mercados abiertos) de las clases aristocráticas y el feudalismo, con el cuestionamiento del papel preponderante de la Iglesia como directora hegemónica de la sociedad y la detentadora del poder político con un solo Estado, inicialmente el Sacro Imperio Romano y luego el Romano-Germánico. Varias obras justificadoras del origen divino del poder y su obvia supeditación a la Iglesia fueron las únicas formulaciones políticas de toda Europa (al menos las publicadas).

El ‘Régimen monárquico’, iniciado por Tomás de Aquino, y terminado por uno de sus discípulos. La obra de similar nombre (De regimene principum) de Egidio Romano y otras continuadoras de la misma ideología pretenden mantener, con pequeñas variaciones la agustiniana.

La lucha porque el emperador se sometiera al Papa o porque el poder temporal quedara liberado del papado, llevó al surgimiento de los que pudiéramos llamar protopartidos en el conglomerado de Italia, que trascienden a otros varios países europeos: los güelfos, partidarios del Papa, del que fuera uno de sus líderes Francisco de Asís; y los gibelinos, partidarios de la separación del poder, uno de cuyos esenciales líderes fue Dante Alighieri.

Y es justamente Dante quien en ‘De Monarchia’ (escrita en 1313) propugna la separación de los poderes, aunque no concibe todavía las nacionalidades, que insurgirán con la plenitud del Renacimiento y la ascensión de la incipiente burguesía como clase esencial de la sociedad. Es Dante el último escritor del Medioevo y el primero del Renacimiento, y sobre el desarrollo de sus tesis se abonará un fértil terreno en materia política.

El cura, teólogo y médico Marsilio de Padua formula poco después una especie de monarquía-república, representativa, con legislativo ejercido por el pueblo en su obra ‘Defensor Pacis’ (Defensor de la paz, 1324) y prevé tímidamente la creación de gobiernos y estados nacionales. Tras ellos (y otros de menor trascendencia) y sobre la experiencia y la observación aguda y perspicaz, Maquiavelo inaugura entonces el rudimento de la moderna ciencia política.

Pero ésta no surge de la nada. Aunque en el siglo XV se desvanece la ciencia política de la Edad Media, la práctica con la aparición de las repúblicas en Italia y otros lugares de Europa, que se transforman en tiranías y devienen principados, impone la necesidad histórica de intentar justificar y teorizar sobre esos hechos. Girolamo Savonarola, por ejemplo, a su paso como jefe de la República de Florencia con el derrocamiento de los Médici, escribe su opúsculo –casi olvidado hoy– ‘El régimen de gobierno de la ciudad de Florencia’.

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