En Ciudad Bolívar, una de las localidades de Bogotá donde comúnmente viven miles de familias con cientos de necesidades, un hogar común enfrenta la crisis producida por la pandemia, a pesar de la exclusión y la falta de oportunidades
Miguel Camacho Quintero
@miguelcamacho91
“Pues no tengo computador, o sí tengo, pero no sirve, no sirve la cámara ni el micrófono, hace mucho ni lo prendo porque me dijeron que el arreglo podría costar 500 mil pesos, ja ja ja ja, y yo de dónde. Nos toca ir a donde la vecina para que mi hijo estudie con el hijo de la ‘veci’ y otros tres compañeritos. Ahí toca hacer como sea, porque no se pueden dejar sin estudio, si no, mire (se señala a sí misma)”.
La que habla es Lucía Rodríguez, Lucy, la del aseo, como la llaman sus clientes. Vive al día, “ayer me salió una planchadita, mañana voy a la casa de Aura y pasado mañana voy al apartamento de la 26 de don Carlos”. Le pregunto cómo ha hecho en pandemia para movilizarse, si no le da miedo y ella me responde, con ternura y tranquilidad, que hay que salir con cuidado porque por más subsidios que de “La de la corbata” (refiriéndose a Claudia López) la plata no alcanza para mantener su hogar compuesto por su esposo (un ‘ruso’ o maestro de obra), su hijo mayor, su nuera, su tío de la tercera edad y su hijo pequeño, el pequeño Maicol, de 12 años.
Su vida gira en torno a su hogar, ella es la columna vertebral de su familia, es ella quien sabe cómo sacar las citas médicas en el Hospital de Meissen, cómo reclamar los subsidios, qué hacer de almuerzo y cómo administrar el dinero para pagar arriendo en un pequeño cuarto dentro de un parqueadero en Ciudad Bolívar, pagar servicios y mantener su casa limpia. “Uno puede ser pobre, pero no dejado”, dice.
Su rutina diaria no es rutina, a ella, como a miles de mujeres cabeza de hogar en Colombia, les toca vivir el día a día. Desde muy pequeña su trabajo ha sido limpiar casas, lavar ropa o planchar vestidos, así pudo sacar adelante a su hijo mayor y lo sigue haciendo con su hijo menor, Maicol.
Covid al sur
Dicen que el coronavirus no respeta clases sociales y hasta cierto punto puede ser verdad. Lo real es que es mucho más fácil pasar la cuarentena y el posible contagio en Usaquén, Chapinero o Chía, con medicina prepagada, trabajo en casa o una que otra entrada de dinero que en las localidades de Ciudad Bolívar, Bosa o San Cristóbal, con cientos de necesidades y con escasez de recursos.
A toda la familia Rodríguez el coronavirus y las cuarentenas les golpeó muy duro. Dicen que no es fácil andar todo el día con el “bozal”, pero que por salud toca. Agregan que apenas llegó la pandemia, Pedro, el esposo, se quedó sin trabajo y hasta el sol de hoy no se ha podido volver a ubicar en alguna obra. Su hijo mayor y su nuera perdieron el empleo y hoy intentan llevar algún dinero al hogar vendiendo productos de temporada. Lucy cuenta que le “salían 5 o 6 días de trabajo a la semana antes del covid y ahora sale uno o máximo dos. Se me bajaron los ingresos. Gracias a Dios la familia no me desampara y algo de comida nos dan”.
No habían pasado dos meses desde el primer caso de covid en Colombia y por desgracia toda la familia Rodríguez se contagió. “No sabemos cómo, ni dónde, porque intentamos cuidarnos mucho. La embarrada es que casi todos teníamos que salir a buscar el sustento y en una de esas montadas en bus o en la plaza nos pudimos haber contagiado”, dice Lucy. Su nuera estuvo muy mal, con muchos síntomas, pero en casa, y los demás miembros de la familia fueron asintomáticos, por fortuna.
Educación en pandemia
Pasaron la cuarentena y poco a poco mejoraban las condiciones para casi todos los miembros de la familia Rodríguez: a Lucy le salían más trabajos, a su esposo le salían “gallitos” en casas de familia, su hijo y su nuera seguían emprendiendo con la venta de tapabocas, gel y caretas.
Casi todos arrancaron sus vidas en la nueva realidad de la mejor forma posible, menos el más pequeño de la familia, Maicol, que jamás se imaginó que un computador o una tablet fueran a ser tan indispensables para seguir sus estudios.
Para él no fue nada fácil. “A mí me gustaba mucho ir al colegio, ‘parchar’ con los amigos, echar ‘picaitos’ y todo, luego llegó el virus y la cuarentena y pues paila, no volví a ver a mis amigos y pues no sabía cómo seguir con el colegio porque estaban poniendo clases virtuales y guías. Para ambas cosas necesito computador o tablet. Al principio intenté hacerlas con el celular de mi papá o mi mamá, pero se quedaban sin datos y pues con qué ‘lucas’ comprar internet en la casa ja ja ja y menos un computador o tablet. Cuando no había pues no se estudiaba y me tocaba quedarme viendo televisión”.
La historia de Maicol es la de miles de estudiantes de estratos 1, 2 y 3 que no cuentan con herramientas tecnológicas que les permitan seguir con su educación mediada por internet (aquí entra la discusión entre educación virtual y educación mediada por herramientas digitales, que son dos cosas distintas y que los gobiernos nacional y distrital no han querido entrar a debatir).
Esta tragedia, que sin duda impactará a toda una generación y dejará aún más marcada la huella de la segregación, la inequidad y la desigualdad, no solo afecta a los estudiantes, también a los profesores y padres de familia que se encontraron con un mundo digital con el que no estaban preparados.
Así lo confirma una profesora de preescolar de un colegio público en Usme, al sur de Bogotá: “La diferencia fue enorme porque en la educación presencial teníamos material para trabajar. Cuando llegó este tema de la pandemia y de la cuarentena muchos no dimensionamos cómo iba a ser. El material al inicio fue entregado a los estudiantes, pero se agotó. Muchos procesos que se llevan a cabo en la presencialidad son imposibles en la educación virtual porque no hay recursos. Con mis estudiantes tengo un encuentro semanal y se conectan muy poquitos niños, los papás hacen todo lo posible para conectarse y eso es de admirar, pero no todos lo pueden hacer”.
Frente a la opción de volver a las aulas dice: “Tanto los docentes, directivos y hasta los mismos padres de familia quieren que volvamos a las aulas. El problema es que las instituciones no están adecuadas para recibir nuevamente a la comunidad educativa. No hay lavamanos, ni señalización. Lo ideal sería que los estudiantes que no se pueden conectar, puedan volver al colegio, es un espacio que se debe aprovechar para garantizar equidad y oportunidades para todas las poblaciones”.
Los de abajo, siempre jodidos
Mientras tanto Maicol sigue yendo a la casa de su vecina, su familia sigue batallando el sustento diario y la administración distrital de la “Bogotá Cuidadora”, desde un cómodo apartamento y abrigada de un lindo buzo de Kung Fu Panda, en tono amenazante o melancólico (de acuerdo con la intención que su asesor le indique), dice que se queden en casa, que están llegando las ayudas y que agradezcan que están dando una renta básica. ¡Hágame el favor!
Con esta pandemia todos perdemos, pero sin duda están perdiendo más los que menos tienen. Como todo lo que pasa en este país. “Siempre los jodidos son los de abajo”, dice un bello graffiti ubicado en la Calle 26 de Bogotá.
Termino esta crónica con rabia, con frustración por lo que tienen que pasar compatriotas por culpa de gobiernos sin empatía, sin corazón por los más necesitados, convertidos en mercaderes de la muerte, pero al mismo tiempo con esperanza, porque al ver la tenacidad, las ganas y la pasión por vivir y seguir delante de la familia Rodríguez puede uno continuar la lucha por un mejor país desde la orilla social y la profesión que cada uno y una tengan.
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