Federico García
Al escribir esta columna, con el 97,28% de los votos escrutados, el candidato de izquierda Pedro Castillo aventajaba por menos de medio punto porcentual a su rival Keiko Fujimori, lo que en plata blanca significa poco más de 70.000 sufragios en un universo de alrededor de 17 millones de votantes, es decir, casi nada. La mínima diferencia se ha acentuado en las últimas horas debido al conteo de votos provenientes de las zonas rurales donde Castillo tiene mayoría y que en la tarde noche del lunes dieron la vuelta al resultado parcial que favorecía a la candidata de la derecha.
Aunque las tendencias favorecen a Castillo, aún nada está definido. En cualquier caso, quien gane la Presidencia del Perú tendrá que gobernar una sociedad polarizada, con un parlamento fragmentado y enfrentará enormes dificultades para lograr consensos. No obstante, el resultado obtenido por Castillo es histórico, no tanto por sí mismo como por lo que significa en la historia reciente del país hermano.
Al hacer un breve repaso por la lista de presidentes del Perú, es claro como todos han sido hombres blancos provenientes de las familias más acomodadas del país. Incluso, algunas posibles excepciones como Alan García, el propio Alberto Fujimori en su momento u Ollanta Humala, dieron la impresión inicial de estar comprometidos con las causas populares, pero terminaron gobernando para los grandes capitales. A lo anterior se suma la descomposición del régimen político cuya mayor evidencia es que de los últimos seis presidentes, cinco están acusados de corrupción y otro más se pegó un tiro antes de ser capturado.
Pedro Castillo es un maestro de escuela rural, líder sindical fogueado en el paro de educadores de 2019 y que terminó siendo la gran sorpresa en una primera vuelta que reunió a 18 candidatos, mostrando la profunda fragmentación que vive la sociedad peruana. Su paso a la segunda vuelta fue interpretado más como una muestra de cansancio de los peruanos frente a la clase política tradicional y en la segunda vuelta ante la hija del exdictador Fujimori, se consolidó como el símbolo del rechazo a las castas gobernantes.
No obstante, lo más significativo es la inocultable crisis del modelo neoliberal que fue impuesto desde 1990 y que se vendió como uno de los ejemplos a seguir en América Latina. Durante treinta años se promovió la experiencia peruana como un modelo para los países de la región, insistiendo en que la desregulación y las privatizaciones traerían prosperidad y progreso. Y fue así, pero para una pequeña franja privilegiada. Mientras los indicadores económicos se veían saludables, la sociedad peruana -así como la chilena y la colombiana- padecía graves problemas de desigualdad y exclusión.
De alguna manera, los tres procesos son análogos. En Chile, un estallido social condujo a una Convención Constituyente. En Colombia, el paro que ya lleva más de un mes está abriendo las puertas a un nuevo pacto social. En Perú, la mitad del electorado se inclinó por una opción popular, de cambio y sin ataduras a los poderes tradicionales. Falta ver el resultado final, pero lo cierto es que hoy el Perú se levanta distinto, los cholos y los indios han levantado su voz y, ganen o pierdan, habrán marcado un precedente imposible de ignorar. Hoy el pueblo peruano se apresta a adueñarse de su futuro.