En la política electoral como en el deporte, hay que ganar para avanzar. Aunque las Olimpiadas se realizarán en París del 26 de julio al 11 de agosto, el pueblo francés, Europa y América Latina tienen preocupaciones más allá de las justas
Pietro Lora Alarcón
En este último domingo la ultraderechista Agrupación Nacional, RN, de Marine Le Pen, obtuvo el 33,2 por ciento de los votos en la primera vuelta de las elecciones legislativas. Sin embargo, la izquierda, reunida en el Nuevo Frente Popular, NFP, consiguió el 29 por ciento y con mucha convicción convocó a la unidad más amplia contra la extrema derecha en la segunda vuelta del próximo 7 de julio.
Iniciando este mes, lo que fluye en la capital francesa, por lo menos para el que sabe de los peligros de un programa xenofóbico y reaccionario como el expuesto por la RN, no es si el caudal del Sena es suficiente para las pruebas acuáticas, o si el calor influirá en el rendimiento deportivo, sino como en las olimpiadas electorales se pueden ganar más escaños en la Asamblea francesa y que, desde luego, el RN no gane ningún otro.
La Ollama y el Ti Pitziil
En lo que se refiere a los “juegos-juegos”, es decir, a los tradicionales olímpicos, como sabemos, allí atletas compiten y se gana o se pierde. En América Latina, forzada a perder desde los tiempos en que los europeos, incluyendo los franceses, por primera vez se abalanzaron sobre su territorio, los atletas, con rarísimas excepciones, se preparan con dosis enormes de sacrificio. Deben ganarle primero al abandono de las políticas públicas para el deporte, para después competir en el certamen mundial.
Y ya que hablamos de América invadida, por franceses y otros, y también de olimpiadas, vale la pena detenernos en algo bastante curioso. Aquellos primitivos invasores ─a los cuales hay que sumarles los “americanos”, especialmente desde la proclamación de la doctrina Monroe en 1823─ se especializaron en describir tierras repletas de oro, habitadas por salvajes desnudos, anticristianos y devoradores de seres humanos.
Pero ocultaron las primitivas olimpiadas de nuestros pueblos. Por ejemplo, no hablaron de la Ollama, el juego de los olmecas, que data del 1600 a.C. y que consistía en que los jóvenes, organizados en dos equipos, intentaban pasar una bola de caucho por un aro colocado en el campo del equipo contrario.
No se refirieron al Pitz o a la práctica del Ti Pitziil, el juego de los mayas, cuya fuerza mitológica es de extrema belleza, conduciéndonos a la historia de los gemelos héroes Hunahpu y Ixbalanqué, que engañaron y derrotaron a los dioses de Xibalba en un juego vibrante. Nada se dijo del gayado de los Incas, en el cual los equipos sostenían un bastón de madera llevando la bola al terreno del contrario, de paso, juego muy parecido con el palin del pueblo Mapuche; ni del huarachicuy, que combina pruebas de velocidad y fuerza.
Ganar y equipararse a los dioses
Hoy, conocedores de esto por investigaciones y testimonios, importa decir que mucho antes que un puñado de ingleses diseñaran reglas para el futbol o el hockey o que se pensara en el pentatlón moderno, ya modalidades parecidas eran practicadas en América.
A lo largo de la historia, la brecha limitadora del desarrollo que sacrifica América Latina y Caribe en beneficio del gran capital, también se erigió moldando arquetipos culturales. La colonización del pensamiento, en materia de juegos o de democracia, por ejemplo, hizo que algunos pueblos fueran enaltecidos, sus protagonistas ensalzados y sus hábitos admirados, al tiempo que otras experiencias fueron subestimadas y condenadas al olvido. Los griegos antiguos, tanto en un como en otro tema, ocupan un lugar privilegiado.
Son frecuentes las referencias literarias a las emocionantes y sanguinarias competiciones convocadas por la aristocracia en Olimpia, en el 776 a.C. Los juegos comenzaban con la prestigiosa competición de carros militares, vehículos símbolos del poder de la clase dominante. Lógicamente, la victoria no era la del conductor, sino del aristócrata dueño del carro. Ganar significaba equipararse a los dioses, obtener la corona de oliva o de laurel, garantizar los poemas de celebración y, especialmente, una estatua en la ciudad.
El imperio romano, como todo imperio que haga honor a su nombre, se encargó de destruir la tradición griega reduciendo las competiciones en el II a.C., hasta que, finalmente, Teodosio I, en el 393 d.C. los declaró “juegos paganos” y, por lo tanto, prohibidos.
Habría mucho que decir sobre olimpiadas electorales y no electorales en la Francia contemporánea. Por estos lados del mundo, mirando de lejos, vale la pena, sin olvidar poemas y héroes homéricos, reflexionar sobre nuestras olimpiadas como resistencia cultural de nuestros pueblos. Sobre eso hay mucho que contar. Sin olvidar la paz ni la movilización popular porque con ella ganan los pueblos y pierden los imperios y se fortalece la democracia.