viernes, febrero 7, 2025
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Georgia, «revolución de colores» en marcha

Las protestas en la antigua república soviética no obedecen a una genuina indignación popular, sino a los intereses de Occidente que se ve empantanado en Ucrania

Federico García Naranjo
@garcianaranjo

“Protestas ciudadanas contra la ‘ley rusa’ ponen en jaque al gobierno de Georgia”. Palabras más, palabras menos, así se resume la matriz de opinión que desde hace días los medios occidentales intentan imponer con respecto a la situación en la antigua república soviética. Las masivas y beligerantes protestas se desataron la semana pasada a causa de la aprobación en primera vuelta de una ley que obliga a registrarse en una lista oficial a las ONG y a los medios de comunicación que reciban más del 20% de sus ingresos del extranjero.

La llamada “ley de agentes extranjeros”, respaldada por una amplia mayoría parlamentaria (76-13) y luego retirada ante las protestas, recibió la desaprobación de la presidenta del país, Salomé Zurabishvili –hija de exiliados anticomunistas, nacida en París, educada en Estados Unidos, embajadora de Francia en Georgia, reconvertida en georgiana en 2004 y presidenta del país desde 2018–, quien dijo que la vetaría de ser aprobada definitivamente. A la oposición de la presidenta se sumaron, ¡oh sorpresa!, los gobiernos de Estados Unidos y de la Unión Europea. Una vez aprobada la ley, miles de ciudadanos se echaron a las calles. ¿Por qué una ley como esa provoca una masiva movilización ciudadana?

La “ley de Putin”

Los medios occidentales han insistido en que la ley de agentes extranjeros aprobada por el parlamento georgiano amenaza la libertad de expresión y tiene como propósito silenciar las voces críticas y de oposición al Gobierno. Según esta versión, la norma es una copia de una ley rusa similar, que, a la medida de las necesidades de “un sátrapa como Putin”, se propone “controlar el relato y acallar las expresiones de la sociedad civil que expongan una versión diferente de la situación del país”.

Lo que oculta hábilmente esta versión mediática es que existen normas muy parecidas en muchos países del mundo, empezando por Estados Unidos donde aún rige la Ley de Registro de Agentes Extranjeros –FARA, por sus siglas en inglés– de 1938, mucho más restrictiva y punitiva que la georgiana. No obstante, los medios ignoran este contexto y repiten la letanía de que los ciudadanos sencillamente están defendiendo sus derechos frente a un Gobierno que se convierte en despótico a causa de su deriva prorrusa.

Otro dato importante que los medios omiten es que en el parlamento georgiano no hay fuerzas prorrusas que puedan haber sido influidas por Moscú para aprobar la ley. Si bien el partido gobernante desde 2012, Sueño Georgiano, es socialdemócrata, lo cierto es que su posición siempre ha sido abierta a la Unión Europea y jamás ha tenido ninguna sospecha de favorecer los intereses del Kremlin.

Entonces, ¿por qué los medios insisten en la versión de “la mano de Putin”? La explicación debe buscarse más allá de las fronteras georgianas, es decir, en la geopolítica.

Heridas de una guerra

En 2008, Georgia entró en guerra con Rusia durante cinco cruentos días en un enfrentamiento por el control de las regiones georgianas de Osetia del Sur y Abjasia que, de la misma forma que el Donbass ucraniano, tienen mayoría de población rusoparlante. El corto pero crudo enfrentamiento supuso la derrota del ejército georgiano y su retirada de las dos regiones, las que mantienen desde entonces una independencia de facto –es decir, no reconocida– mientras continúan perteneciendo legalmente a Georgia.

El recuerdo del conflicto y de la humillante derrota aún mantiene despiertos los resentimientos y rencores de buena parte de la población georgiana contra Rusia, algo que es comprensible. No obstante, ello no ha impedido que el Gobierno, en una clara muestra de pragmatismo, haya establecido una política de buena vecindad con Moscú, lo que de hecho ha repercutido positivamente en la economía del país.

Ello explica que Georgia no se haya sumado a las sanciones de Occidente contra Moscú por la guerra en Ucrania y se haya mantenido neutral durante este conflicto, algo que resulta intolerable para las potencias occidentales, en particular cuando se trata de un país pequeño pero estratégico por su vecindad con Rusia y otrora candidato a ingresar a la OTAN y a la UE.

Revolución de colores

Las protestas en Tiflis y en otras ciudades de Georgia tienen toda la pinta de ser el preludio de un intento de cambio de régimen. Estos procesos desestabilizadores suelen llevarse a cabo siguiendo las orientaciones de los manuales escritos por el estadounidense Gene Sharp, un supuesto agente de la CIA quien se hizo célebre por promover las llamadas “transiciones a la democracia”, que no son otra cosa que cambios de regímenes desobedientes a Occidente por unos dóciles a sus intereses.

El libreto es simple. Se aprovecha un momento de crisis como unas elecciones denunciadas como fraudulentas, la revelación de un escándalo de algún cargo del Gobierno o una decisión política controversial, como la ley georgiana en este caso. La gente, previa y convenientemente “emberracada” por los medios de comunicación, es animada a salir a la calle.

Lo que comienza como una protesta pacífica pronto se convierte en una fuerte confrontación entre manifestantes y policía, instigada por grupos de choque entrenados y muy violentos que protagonizan espectaculares refriegas con las fuerzas de seguridad, profusamente cubiertas y difundidas por los medios de comunicación con titulares del tipo “pacíficos manifestantes prodemocracia resisten a la represión”.

En estos casos, la solidaridad internacional es fundamental para el éxito de la estrategia. Ello se logra a través de un lenguaje simbólico muy simple y potente que permite a cualquier persona, dentro o fuera del país, expresar su apoyo. Rosas, sombrillas, azafrán, cualquier cosa vale si se convierte en el símbolo aglutinador de la protesta.

Por esta razón a estos golpes de Estado suaves se les llama también “revoluciones de colores”, debido a que suelen apropiarse de un color determinado para convertirlo en su símbolo, como ocurrió con el rosado en Kirguistán en 2005, el azafrán en Myanmar en 2007 o el naranja en Ucrania en 2004 y 2014.

Así mismo, las imágenes en televisión adquieren una importancia estratégica pues casi siempre es lo único que logra conocer el espectador promedio alrededor del mundo, de modo que las consignas de los carteles deben estar escritas en inglés, ya que su objetivo no es el público local sino el que se informa a través de CNN o Caracol.

Mientras tanto, la Embajada de Estados Unidos y sus sectores afines dentro del país se dedican a comprar a mandos clave dentro de las fuerzas de seguridad y convencerlos de no oponerse a los manifestantes o directamente cambiarse al bando de los golpistas. De este modo, si se hace suficiente fuerza desde la “comunidad internacional”, los medios de comunicación locales e internacionales y las fuerzas políticas opositoras, y si la movilización ciudadana se mantiene en la calle y los militares no se interponen, es posible tumbar al Gobierno.

Así se demostró en Serbia en 2001, Georgia en 2003, Ucrania en 2004 y 2014 y Kirguistán en 2005. Desde entonces, también se ha intentado sin éxito en Bielorrusia en 2006, Myanmar en 2007, Irán en 2009, Moldavia en 2009, Hong Kong en 2014, Venezuela en 2017 y Nicaragua en 2018.

Por ello, no es casual que el diplomático estadounidense Todd Robinson haya visitado Tiflis un día antes de las manifestaciones para expresar su rechazo a la ley. No es casual que la OTAN necesite abrirle a Rusia un frente sur en la guerra que lo distraiga de su avance en Ucrania. No es casual, en geopolítica nada sucede por casualidad.

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