sábado, febrero 8, 2025
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Entre el tedio y la dulzura

Una película devastadora y optimista que nos hace ver de otra manera una realidad con la que convivimos y de la que muchas veces solo vemos la cara más terrible y más bárbara

Juan Guillermo Ramírez

La película Tori y Lokita sigue el canon de un cine construido desde la emoción del barro, desde la dignidad escondida en los materiales más sencillos. Se cuenta un fragmento de la vida de dos adolescentes a los que encarnan Pablo Schils, de 12 años, y Joely Mbundu, de 16.

Son amigos y pelean con la “establecimiento” para poder ser hermanos. Son inmigrantes menores y llegaron a la Europa de las oportunidades y allí se afanan por sobrevivir en un mundo que les acosa: han de mandar dinero a casa, pagar la deuda de los que les trajeron de la peor de las maneras y aprender a ser gente respetable entre los que les desprecian.

De nuevo, los directores hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne convierten la pantalla en el escenario de un drama construido desde el silencio, desde la recusación completa de los elementos sobre los que habitualmente se configura el melodrama.

La cámara persigue a los cuerpos con la misma desesperación que ellos huyen de las amenazas, batallan contra los elementos, se golpean entre sí y, finalmente, se aman. La cámara no es espejo sino parte de la misma carne de los personajes y de la materia del cine.

Los Dardenne no buscan complicidad ni identificación, la construyen, la modelan con las manos. De hecho, la historia no es tanto contada como arrancada de la realidad de cada día; la realidad belga y hasta española. Y del mundo.

La trama

Tori y Lokita, como antes que ellos la protagonista albanesa de El silencio de Lorna (2008) o los trabajadores sin papeles de La promesa (1996), están pugnando por la posibilidad de estar en un lugar que se les niega, en un mundo en el que sencillamente no son.

Un hilo tenso guía la trama. Las impecables, emotivas, tiernas, precisas y arrebatadoras interpretaciones de los actores no profesionales convierten la película en la piel de un tambor en el que cualquier variación, por mínima que sea, resuena. Y tiembla.

La historia es un cuento moral sencillo. Esto es lo que ocurre, Europa, cuando condena a los inmigrantes sin papeles a sobrevivir explotados por la miseria humana del primer mundo. El mensaje puede resultar simple, pero la manera en que lo lanzan los Dardenne es un ejemplo de narración eléctrica, a la que no le sobra ni le falta un gramo de fibra, y que funciona con una precisión que, desde el primer minuto, presiona el nervio de la empatía.

La mirada de Luc y Jean-Pierre Dardenne es limpia y generosa. Los cineastas no se engañan, no son ingenuos. Saben que el futuro de Tori y Lokita es tan oscuro como su piel, que sus posibilidades de vivir una existencia laboral legal y decente son escasas por no decir nulas, pero nos muestran que también existe otra faceta de sus vidas: su entereza, su fuerza vital, su solidaridad mutua, su fe en un futuro mejor, el optimismo que necesitan para seguir viviendo en las condiciones en las que viven.

Los directores

Desde los 90, los realizadores belgas se han caracterizado por un cine directo, singularmente honesto, de invariable humanismo en sus temas. No hay concesiones ni devaneos en sus reflexiones sobre el estado actual del ser humano, en particular el europeo.

Así, Tori y Lokita es otra muestra más de esas virtudes. Como suele ser en sus películas, la trama es lineal y sencilla: unos adolescentes emigrantes de África fingen ser hermanos para poder afianzar su situación legal en Bélgica.

Sobre todo, Lokita, la mayor, necesita sus papeles para evitar ser deportada. Además, es extorsionada por los mismos que le hicieron cruzar el Mediterráneo. Su medio de sobrevivir es distribuir la droga que les surte un cocinero narco. Si bien Tori es más pragmático, ella es quien decide trabajar como jardinera de un plantío oculto de mariguana.

Desde luego, la resolución trágica de los sucesos se ve venir desde que se plantea la interacción de los adolescentes con los narcos. Sin embargo, los Dardenne nunca tocan una nota falsa o sentimental. Es la realidad la que acabará imponiendo sus reglas con brutal determinismo.

Los cineastas belgas demuestran no necesitar la paja empleada por varios de sus colegas para podernos conmover. En ese sentido, Tori et Lokita es quizá la más desesperanzada de sus películas.

Los protagonistas

Lokita ve que no puede pagar a unos ni ayudar a los que dejó atrás. Por eso llega a un pacto con el hombre que la explota y utiliza para traficar con droga. Ella, sola y en régimen de esclavitud, cuidará de las plantaciones escondidas de mariguana.

Tori intentará liberarla. Lo que sigue es una sensación indefinida que no es exactamente ni excitación ni fiebre. Es más bien tristeza. La cámara se las arregla para mostrar el tamaño de la culpabilidad de todos. Con elegancia, sin frivolidad, con toda la crudeza. Y desde ahí hasta un final profunda e insaciablemente triste. Conmovedora hasta doler. Y bella.

Es preciosa la forma en que los directores filman las acciones: todo es movimiento, decisión, acto, gesto. Todo sirve, todo forma parte de una cadena de montaje donde el sentimiento se traduce en un objetivo.

Tori, un niño espabilado y con un intachable código moral, se empeña en ver a su hermana postiza, Lokita, que está encerrada y sola cuidando de una plantación de marihuana, y, aunque el camino es largo y prolijo, logra llegar hasta ella para compartir una pizza juntos, y aprovecharse de la venta de las drogas.

La relación entre estos dos inmigrantes africanos es conmovedora. Y más lo es cuando, en un insospechado giro narrativo, lo que parecía una salvación se convierte en una condena de por vida. Tori y Lokita está pensada y ejecutada como un thriller tenso y sin grises.

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