Elogio a la polarización

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Álvaro Uribe Vélez y Gustavo Petro, senadores de la República.

Los llamados a la moderación política y el rechazo a los extremos son la fachada de una derecha vergonzante y narcisista que no se atreve a confesar su conformismo

Roberto Amorebieta
@amorebieta7

Sesión virtual del Senado, 11 de la noche, los senadores y funcionarios que a esa hora sobreviven a una larga y tediosa sesión -como casi todas- hacen esfuerzos sobrehumanos para no caer dormidos ante sus computadores y hacer el ridículo. El senador Álvaro Uribe pide la palabra y sin que viniese a cuento se despacha con una sarta de acusaciones absurdas contra el también senador Gustavo Petro. La inesperada intervención de Uribe hace que todos despierten y se acomoden en sus sillas.

Leyendo solemne y pausadamente algo que parecería no una acusación sino una confesión, acusa a Petro de haberse reunido con Carlos Castaño incluso dos años después de que el jefe paramilitar fuese asesinado, de haber coordinado la financiación de Pablo Escobar a la toma del Palacio de Justicia en momentos en los que Petro estaba preso e incluso de haber recibido dinero del Cartel de Cali a través de Venezuela. Petro solicita una réplica y contesta. Serenamente responde una a una las acusaciones, demuestra lo absurdo de ellas y culmina su intervención con un lacónico “Álvaro, no se equivoque, yo no soy como usted”.

La sesión termina, los senadores se van a dormir y el país también. Al día siguiente, las redes sociales amanecen encendidas por las tendencias implantadas por las emisoras de radio que plantean como tema del día la “superación de las peleas entre los políticos”, la “moderación” y la “no polarización”. No es casualidad. Los usuarios de las redes toman partido, algunos apoyan a Uribe y otros a Petro, pero las emisoras y muchos usuarios insisten en que se trata de un falso dilema, que todos los políticos son iguales, que Petro y Uribe son lo mismo, que no hay que polarizar.

Tibia seducción

Los discursos que llaman a superar la polarización son atractivos, hay que decirlo. Es posible encontrar en ellos dos tipos de argumentaciones. Uno bienpensante y bienintencionado que apela a los principios de lo que los politólogos denominan la democracia deliberativa. En ella, se asume a los rivales políticos no como enemigos a someter sino como adversarios con los que existen “consensos básicos” pero con quienes se debate para resolver los desacuerdos. Este tipo de democracia, que alude más a una forma de enfrentar las diferencias -connaturales a la política- que a una forma de organizar el Estado, es algo así como un manual de autoayuda para las democracias de hoy, es decir, no atiende las causas estructurales de las diferencias políticas y por el contrario invita -como si todo se tratase de la voluntad- a debatir amablemente con los rivales políticos para lograr acuerdos.

El problema de esta argumentación es que está pensada en contextos de alto desarrollo político y social, donde las desigualdades socioeconómicas son mínimas y existe una cultura cívica más moderna basada efectivamente en consensos. En sociedades como la nuestra, esos consensos que ya se han logrado en Europa -como el respeto por las diferencias, el acatamiento de la ley o la vigencia de los derechos humanos- aún están por construirse. El espíritu del Acuerdo de Paz así lo demuestra.

El otro filón argumentativo es también muy atractivo porque alude a cierta sensibilidad narcisista que es muy popular en la actualidad. Según esta línea, los debates políticos deben asumirse ignorando las contradicciones de intereses que existen en casi todas las relaciones sociales, de modo que valores como la empatía personal y el ‘buen tono’ terminan imponiéndose sobre las diferencias. Este discurso es aún más peligroso porque a diferencia del anterior -que es ingenuo- defiende un debate político en el que no se debate, una política sin política, una forma de asumir lo público como si no existieran las contradicciones y primaran los consensos basados en una subjetividad amable y conformista.

Este discurso es aún más peligroso porque ni siquiera es bienintencionado, es decir, no pretende apelar a valores democráticos fundamentales como el primero, sino a la necesidad vanidosa que el mundo -y por tanto la política- se ajusten caprichosamente a las necesidades de cada uno. Es la mercantilización de la política convertida también en objeto de consumo. Si no le satisface, le devolvemos su dinero. El candidato, la política y el programa de gobierno, todo diseñado no a partir de diagnósticos sociales serios sino de encuestas de opinión.

Lo que da la tierra

Nuestra cultura política ha sido forjada por siglos de educación religiosa. La Constitución de 1886 otorgó a la Iglesia católica la responsabilidad de la educación pública, pero aún después de la reforma de 1991 la modernización de nuestra educación sigue siendo una asignatura pendiente. Y no es solo la clase de religión en los colegios e incluso en algunas universidades, es que hemos tenido generaciones y generaciones de colombianos educados para ser buenos feligreses pero no buenos ciudadanos. Por ello le tenemos miedo a las diferencias y preferimos la uniformidad, desconfiamos de los acuerdos y valoramos a quien se impone por la fuerza y enseñamos obediencia y “respeto” a nuestros hijos antes que pensamiento crítico y buen juicio.

Ese rasgo escolástico de nuestra cultura política -que nos hace desconfiar de la pluralidad y creer en una uniformidad impuesta desde arriba- se hace más problemático cuando entra en diálogo con la globalización neoliberal y su ética. Hedonista, hipercompetitiva, disuelve las diferencias de clase en el dulce discurso del “emprendimiento” y se basa en la satisfacción urgente de todas las necesidades -reales o creadas- de un individuo cada vez más ocupado en ser feliz y autorrealizarse a través del consumo.

El resultado ha sido, entre otros, el surgimiento de cierta sensibilidad que se ha extendido en especial en sectores urbanos de clase media y media alta, que toma de la religión el temor a que las diferencias se ventilen públicamente y toma del narcisismo neoliberal la necesidad de que la política se adapte a los caprichos de cada quien. Es la materialización del “liberalismo escéptico” del que hablaba Estanislao Zuleta: Que Petro y Uribe dejen de pelear para que se pongan de acuerdo… ¡conmigo!

La trampa del centrismo

El centro ideológico -así como la izquierda o la derecha en estado de pureza- no existe como lugar sino como punto de referencia. Siendo de izquierda o de derecha, se puede ser más o menos moderado o radical, dependiendo del alcance de las ideas, o se puede ser más ponderado o extremista, dependiendo de qué tanto se esté dispuesto a ceder en un debate.

El llamado “centro”, que ha surgido a partir de rechazar la polaridad y por tanto el debate, ha planteado irónicamente una nueva polaridad, esta vez entre centristas y extremistas, entre constructivos y destructivos. Lo más peligroso de esta nueva polaridad es que lleva implícita una carga de valor que no tiene la tradicional izquierda-derecha: el centro es bueno y los extremos son malos, no de otra forma se explica la desfachatez de declararse de “extremo-centro”.

Por supuesto, lo que se oculta tras la fachada de la “moderación” es una derecha vergonzante que no se atreve a confesar su conformismo con el estado de cosas y que pretende -incluso de buena fe- que la situación del país se arregle con motivación, pensamiento positivo y buena energía. Lamentablemente para ellos, la realidad no funciona así. La política es una correlación de fuerzas donde hay que tomar partido y como dijo Desmond Tutu, «si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor».

Por ello, bienvenida la polarización.

VOZ 

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