Juan Guillermo Ramírez
¡Qué probable eres tú! Si los ojos me dicen, mirándote, que no, que no eres de verdad, las manos y los labios, con los ojos cerrados, recorren tiernas pruebas…
Tres premios recibió Jaime Humberto Hermosillo en el XIV Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, con su película La tarea prohibida (1992): primer premio de ficción, mejor Actuación femenina para María Rojo y mejor cartel, diseñado por Germán Montalvo. En el Festival de Cine de Cartagena, se pudo apreciar La tarea (1991), primera parte de su experimento visual que constata una renovación personal y un nuevo tratamiento fílmico y temático al interior de la cinematografía mexicana.
Jaime Humberto Hermosillo es considerado como uno de los más talentosos directores mexicano de los años setenta. Nacido en Aguascalientes en 1942, es autor de más de 40 largometrajes, destacándose: Los nuestros, La verdadera vocación de Magdalena, El señor de Osanto, El cumpleaños del perro, La pasión según Berenice, Matinée, Naufragio, Las apariencias engañan, Amor libre y María de mi corazón. Desertor del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos y autor de algunos cortos experimentales como Homesicxh y SS Glencairn, Hermosillo es, como otros realizadores de su generación, deudor del primer movimiento crítico coherente realizador en México para impulsar las teorías del cine de autor. La aparición del número de “Nuevo Cine” dedicado a Luis Buñuel fue definitivo en mi vidadeclaró alguna vez Hermosillo. El respaldo teórico vino a convalidar una antigua y entusiasta disposición. Mi formación es de cinéfilo. En Aguascalientes la diversión más accesible era el cine, al que iba mucho con mis hermanos. Y cuando digo mucho es en serio. Un día llegué a ver 7 películas: 3 en matiné, 2 en función de la tarde y 2 en la noche. Voracidad inequívoca, síntoma de una vocación que se desarrolla luego en la escuela de cine y que trata de imponerse desde el principio como afirmación de una personalidad, de una visión del mundo, de una cualidad autoral. Pero es curioso en el caso de Hermosillo que su naturaleza de poseso del cine, no el haya exigido el paso por la etapa de la apreciación, del juzgamiento por la necesidad de hacer constar por escrito la euforia por tal película o el rechazo causado por otra; es decir, por ejercer la crítica. Únicamente colaboraciones eventuales y rutinarias con la revista “Cine avance”, dan testimonio de su actividad periodística en el campo específico del cine. Sin embargo, la escritura cinematográfica le obsesiona. Pro no es una atracción derivada del empeño descriptivo, analítico, descifrador de una secuencia o una totalidad propia de la crítica, sino de la actitud constructora, deseosa de configurar u tipo, un diálogo o una situación que es característica del guionista de ficción. Hermosillo ha escrito, solo o en compañía, la mayoría de los guiones de sus películas.
A la luz de las características de las películas que le conocemos, es significativa la necesidad de Hermosillo de controlar las fases previas al rodaje de sus películas. La autoría del guión, en su caso, no significa tanto el deseo máximo de lograr la perfección de la trama, como de infiltrar a lo largo de una historia una serie de elementos que, al ser el centro de interés del realizador, van a verse potenciados por la puesta en cámara para terminar relevando al relato como un pretexto. De las películas de Hermosillo, jamás recodamos nítidamente la precisión de la trama, que generalmente es dispersa, fragmentaria, incluso con huecos o lagunas, sino más bien un conjunto de escenas perfectamente logradas que se encadenan hasta constituir la totalidad de la película. Es al interior de estas secuencias que encontramos los rasgos que convierten a sus películas en la más interesante realizadas hasta ahora en México –sin olvidar a Paul Leduc, por realizadores que encontraron un lugar en la industria durante el sexenio de Echeverría. En primer lugar, resulta apasionante la operación de inversión que intenta Hermosillo respecto al orden habitual del proceso creador del film industrial. En vez de inventar o aceptar una historia, para luego construirla según la preceptiva clásica de continuidad lógica o dramática, imaginando el entorno escenográfico adecuado de características sicológicas o físicas de los personajes diseñados, y buscando los actores que se ajusten a los caracteres establecidos de antemano. Hermosillo diseña su punto de partida con base en la realidad física de esos actores, a su temperamento, el que da lugar a los personajes, condicionando sus rostros, sus manías y orientando incluso sus presencias en la historia. Las constantes apariciones de José Alonso, María Rojo, Francisco de Bernal, Blanca Torres y Emma Roldán en las películas de Hermosillo son testimonio de que, para él, el actor es ante todo una personalidad a la que se le pide que integre, de modo generoso e intenso, sus rasgos personales y recursos expresivos en la conformación de un tipo.
Y todo esto se hace fácilmente palpable en La tarea. Película construida sobre motivos típicos del melodrama. El más evidente es el de la tiranía que ejerce el pasado sobre una personalidad débil, sujeta a la nostalgia y la obsesión y deprimida por los efectos d la represión y la histeria. Virginia es una estudiante de comunicación y tiene que hacer una tarea, un ejercicio visual y coloca una cámara de video escondida para grabar la cita amorosa que ha concertado con Marcelo, un examante. Han pasado cuatro años de ausencia y ella lo llama. Sorprendido llega él y en el espacio reducido de un apartamento, tratan, con afán, de apropiarse de esa ausencia que los convierte en extraños. Diálogos escuetos, cotidianos, la palabra ocupa el espacio y lo acorta. Técnicamente La tarea está sustentada en el plano secuencia, y el espectador se convierte en un mirón, y ojo de la cámara. Para nosotros están ellos, esa pareja romántica, esa mujer que quiere ser atrevida y olvidarse de los pudores propios de su edad, que sin recato guinda la hamaca para un retozo de placer; y él, un hombre preocupado de sus hijos, un hombre que posiblemente trabaja en una oficina y allí estará su mundo limitado. Y hablan y fuman y comen y se besan y sólo nosotros nos damos cuenta de esto, y ella también. Pero llega un momento en que él se da cuenta de nuestra presencia, de la cámara también y se viste furioso y después de una discusión larga se va. Ella, sola, soporta un monólogo frente a la cámara y él regresa y comienza la tarea.
En Jaime Humberto Hermosillo, a diferencia del modelo clásico, la dependencia hacia los objetos es abiertamente destructiva, pues toda la actitud de la película tiende a ilustrar la esterilidad de una vida ligada en la claustrofóbica atmósfera de un ambiente y en la obsesión de un recuerdo. Porque la fidelidad de la espera no tiene una gratificación aparente. El conflicto dramático central, la confrontación de dos personalidades aparentemente antagónicas, pero unidas por un trasfondo común de soledad e incertidumbre ante la vida amorosa, es puesto en relieve a través de un tratamiento indirecto, elegantemente distanciado, que rehúye potenciar emocionalmente las acciones gracias a una pacificación sintética que planea sobre los hechos mostrados y se resiste a hacer partícipe al espectador de las inquietudes de Virginia. Hermosillo se limita a observar a los protagonistas: toda su puesta en cámara se despega del melodrama para aprovechar cualquier fisura argumental o paréntesis narrativo de la historia a su cargo y remarcar el tono desenfadado que está implícito en las compulsiones amatorias de Marcelo o en la perplejidad o timidez de Virginia. Se constata un placer evidente en Hermosillo para explicar la inestabilidad permanente del comportamiento de sus personajes no a través del diálogo o la confidencia aclaratoria, sino mediante su traducción visual en pequeños gestos inacabados de la actriz, que desplaza objetos de la habitación sin que exista una real necesidad argumental, pasea su desgano cuando encuentra un disco, y hace reacomodos mecánicos del asiento por el solo gusto de despejar su desazón. Así, el placer se extiende también a la libertad con que se ejercita la mirada del cineasta. Y la nuestra también.