El Ministerio de Hacienda enfrenta dos grandes retos en torno al presupuesto: garantizar el pago de la deuda externa y mantener los recursos para la inversión social, en medio de unos ingresos limitados y gastos que no dan espera
Carlos Fernández
Para comenzar, debemos señalar que el manejo de las finanzas públicas está regulado desde hace mucho tiempo por una enorme maraña de normas legales, de directrices impuestas por organismos financieros internacionales ─FMI, Banco Mundial y BID─, de una conceptualización contable que favorece el mantenimiento de las desigualdades económicas y sociales, etc.
El requerimiento de una reforma de la estructura fiscal es un planteamiento recurrente, tanto desde el punto de vista del manejo de la tributación como del relacionado con el de la operación presupuestal. Sin embargo, lo único logrado son ajustes puntuales, enfocados a resolver aspectos parciales del problema y, en general, orientados a atender las exigencias de los poseedores del capital.
Los temas en discusión
El debate actual ─que, más que debate, es una carnicería─ es sobre la manera de ejecutar una política que apunte a una inefable estabilidad macroeconómica, sin pensar en aspectos molestos como el bienestar de la población.
Los frentes de la discusión ─cabría decir, de combate─ cubren diversos aspectos. De un lado, los planteamientos de los adversarios del Gobierno, cobijados por un barniz de tecnicismo, apuntan a criticarle lo que ellos denominan exagerado optimismo en la programación de los ingresos públicos, la supuesta elevación desmesurada de los gastos de funcionamiento, el rechazo recalcitrante a disminuir aún más el gasto como forma de paliar la situación y una elevación desmedida del endeudamiento.
Los funcionarios públicos y los analistas afines al Gobierno rechazan estas acusaciones. Ambos apuntan a responsabilizar a las Cortes por eliminar de la reforma tributaria la no deducibilidad de las regalías petroleras y carboníferas del impuesto de renta. Además, señalan la inflexibilidad del gasto de funcionamiento, generada por normas constitucionales y legales, que impide disminuir el gasto, el traslado de recursos presupuestales para inversión en infraestructura a instituciones fiduciarias, donde generan rentas a los contratistas pero no se utilizan con la debida celeridad en la ejecución de las obras y la limitación de las posibilidades de gasto que conlleva la regla fiscal.
El meollo del asunto
La álgida discusión tiene como punto de referencia el resultado fiscal del año 2024 y la perspectiva no muy promisoria para 2025. En efecto, el 2024 finalizó con un déficit fiscal de 6,7% del Producto Interno Bruto, PIB, superando en 2,5% del PIB del déficit alcanzado en 2023.
Este resultado es consecuencia de un comportamiento a la baja de los ingresos públicos, específicamente de los ingresos tributarios, que no se compadece con un nivel de actividad económica. Aunque el crecimiento del PIB fue modesto (1,7%), superó ampliamente el en 2023, por lo que, en teoría, se habría esperado un aumento en el recaudo de impuestos, situación que no se dio. Por su parte, el gasto creció levemente, pasando del 22,9% del PIB en 2023 al 23,2%. Tales comportamientos del ingreso y del gasto generaron el incremento en el déficit fiscal ya enunciado.
El incremento del déficit repercute directamente en los niveles de deuda del Gobierno nacional. La deuda bruta total pasó del 56,3% del PIB al finalizar 2023 al 61,6% del PIB a fines de 2014. Si bien la deuda se mantiene dentro de los márgenes aceptados por la regla fiscal, la necesidad de apelar al endeudamiento en vista del creciente déficit puede hacer que se llegue a niveles peligrosos de endeudamiento.
Para 2025, la situación no pinta mejor. Al finalizar febrero, los gastos acumulados superaban los ingresos (déficit fiscal) en una proporción superior al 0,9% del PIB. Por su parte, la deuda bruta siguió creciendo, poniéndose en un nivel del 62,2% del PIB.
Las fuerzas detrás de las cifras
Planteado el debate en los términos anteriores, es poco lo que se puede avanzar en la discusión. A poco más de un año de finalizar el gobierno de Gustavo Petro, su gestión se ve entorpecida por un comportamiento fiscal que no es favorable al gasto en los programas planteados en la campaña presidencial.
La feroz oposición a un manejo presupuestal favorable al programa del Pacto Histórico ─liderada en el Senado por su presidente─ responde más a consideraciones políticas de defensa del statu quo que a diferencias conceptuales respecto al rumbo de la política pública. A ello se suman unas limitaciones institucionales de vieja data en el manejo del presupuesto, sobre las cuales no ha habido iniciativa legislativa de parte del Gobierno para su remoción. Todo esto sucede en un entorno económico internacional en el que un actor de primer orden es el señor Trump. La debacle arancelaria de este no permite augurar un mejor manejo presupuestal en lo que resta del mandato de Petro.
Para contar con un mayor margen de maniobra, el Ejecutivo debió haber insistido en propuestas como la de excluir los gastos medioambientales del cálculo del déficit. Cuando el presidente propuso esta idea, le cayeron rayos y centellas de parte de los “técnicos” al servicio del capital, en lo que resultaron más papistas que el papa.
Paradójicamente, en la Unión Europea rige este mecanismo de exclusión dentro del cálculo del déficit fiscal, tema en el que se muestran aparentemente muy rigurosos, sin que enrojezcan al decretar que los gastos de defensa, de ahora en adelante, también serán sacados del cálculo del déficit.
Asimismo, la aprobación por parte del Congreso de la ley de competencias ─que implica la elevación de los recursos destinados a las regiones a través del Sistema General de Participaciones─ debe permitir introducir modificaciones estructurales al sistema de las finanzas públicas, tanto del nivel nacional como del territorial. Se debe plantear un régimen fiscal que apunte a facilitar la obtención de los ingresos necesarios y la ejecución del gasto orientado a favorecer a los sectores populares.
Otros ámbitos de acción
Sin embargo, no basta con transformar el sistema fiscal. La fementida independencia del Banco de la República ha sido factor determinante para impedir un descenso más acelerado de la tasa de interés que facilite el crecimiento.
Mientras el Banco tenga como único objetivo declarado de su quehacer el control de la inflación, sin considerar otros propósitos como el crecimiento del país o la elevación de la capacidad de compra de los sectores populares, seguirá su política de ponerle cortapisas a cualquier intento de elevar el gasto en aras de la producción real. Al mismo tiempo, permite a los bancos comerciales elevar la masa monetaria reduciéndoles el encaje, con lo cual elevan su capacidad de prestar a los grandes sectores del capital. La lucha está apenas en sus comienzos.