Fabiola Calvo Ocampo
@favicalvoocampo
Quienes buscábamos cambiar el mundo en aquellos maravillosos años de soñadoras, de soñadores, cambiarlo para que “el pueblo tuviese pan, tierra y libertad”, cambiarlo por nuevas estructuras, apuntarle a un gobierno socialista, lo hicimos siempre, pensamos en lo colectivo y lo social.
Quisimos hacer la revolución, y recuerdo aquel debate sobre si transformábamos el mundo o nos transformámos transformando el mundo. En fin, de todos modos apostamos por una nueva sociedad, dimos lo mejor de nuestra juventud, reíamos sin temor a nada y con la alegría de quienes viven reconciliados con la vida.
Cambio, revolución, cambio, cambio. ¿Hasta dónde era realmente una revolución? ¿Hasta dónde se trataba de un cambio? Los debates estaban dirigidos a la sociedad y no al hombre y la mujer y, cuando se hablaba de la individualidad, la nombrábamos en masculino: el hombre nuevo, por dar sólo un ejemplo.
Hablábamos de las relaciones sociales y las demás quedaban sometidas a los intereses del colectivo, así las relaciones de pareja nunca fueron objeto de transformación como tampoco lo fueron las relaciones con los hijos e hijas o el concepto y vivencia del amor. Presente y muy presente, el patriarcado y el autoritarismo que se reproducían de acuerdo a los cánones establecidos -con manifestaciones abiertas o sutiles-.
Por aquellos años el feminismo irrumpió con fuerza, pero estábamos tan ocupadas, tan ocupados haciendo la revolución que no había tiempo para detenerse en “esas pequeñeces”, del cuerpo, el amor, el aborto, la anticoncepción, la utonomía, la diferencia… Hablábamos de igualdad y muchas mujeres guerriamos dentro de las organizaciones por conquistarla y lo hicimos también en los sindicatos, en la calle, en el campo, en la casa pero algo faltaba o algo no cuadraba.
No había tiempo para sí misma tampoco para sí mismo. Desde luego que contribuimos en los cambios de cada participante de los procesos, por la fuerza de las acciones, el ejemplo y el afán de transformaciones. También llegaron influencias externas como los movimientos hippies y feminista -que también se alimentaron de esas otras experiencias políticas en un juego de interacción- pero prevalecieron los conceptos conservadores y el moralismo cristiano y que hoy siguen presentes en la cotidianidad de cientos o miles de militantes de izquierda de aquel entonces.
Hoy encontramos a muchos dirigentes y lideresas que han ampliado un poco su visión pero no se atreven a dar el paso para asumir actitudes y un discurso que de verdad contribuya a revolucionar nuestra cultura, nuestro pensamiento, nuestra acción y sobre todo nuestro sentir.
En su libro “Para mis socias de la vida”, Marcela Lagarde nos trae a Simone de Beauvoir en su crítica a Sartre: las mujeres mientras no vivamos desde “el yo misma” no podemos ser libres ni aspirar al amor en libertad.
Esa urgencia de las mujeres para ser libres y amar en libertad es una llave para una real transformación individual y social, no obstante, los hombres también pueden apropiarse de su yo, desprendiéndose de su andricentrismo, haciendo su propio proceso de liberación de todas las obligaciones y condiciones patriarcales que ha heredado de esta cultura.
Las relaciones amorosas deben ser entre iguales, entre seres libres que deciden o encuentran las razones para estar juntos con autonomía sobre sus cuerpos, autonomía emocional y económica. Autonomía, NO dependencia abierta o sutil, sin manipulación ni juegos de poder. El amor construye.
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