
La Colombia demócrata se tomó las calles del país, para protestar por los crímenes de los líderes sociales y el manto de impunidad que cubre a los autores intelectuales y beneficiarios de esos asesinatos. Ese rechazo contó también con movilizaciones de ciudadanos de toda América, Europa, Asia y África, continentes en donde expresaron su denuncia de los reprobables hechos y su solidaridad con los familiares de las víctimas.
Todos los medios nacionales difundieron la convocatoria a las manifestaciones de repudio y crítica a la incapacidad del Estado y sus cuerpos de Policía y Fuerzas Armadas para proteger la vida de los líderes sociales y las instituciones de Justicia que han resultado ineptas para investigar y capturar los responsables materiales y a los autores intelectuales.
¿Acaso tiene alguna relación la incapacidad de la Policía, el Ejército Nacional y sus aparatos de inteligencia, de proteger la vida de los defensores de los derechos humanos y en general los líderes sociales, con la corruptibilidad de estas instituciones, demostradas en los últimos meses con la sanción de generales y otros miembros de la alta jerarquía y soldados rasos por la comisión de delitos, relacionados con malos manejos de los dineros del erario, asignados a esas instituciones? Acaso aquellos militares que vendieron armas amparadas por millonarias sumas a delincuentes reconocidos, ¿no serán capaces también, por sumas más elevadas, de ordenar la ejecución de reclamantes de tierras y líderes sociales, a petición de los beneficiarios de esas muertes?
El presidente Duque debe responder al clamor ciudadano, a los familiares de las víctimas mortales, a los huérfanos, a las viudas, y por supuesto a la Constitución, que establece: “Las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, bienes, creencias…”. Debe responder también a la Organización de las Naciones Unidas ONU, que en diversas ocasiones ha solicitado efectiva protección de la vida de los líderes y lideresas sociales. Hasta la voz, plena de autoridad intelectual y moral del Papa Francisco, ha solicitado reiteradamente el deber cristiano del mandatario colombiano de evitar el atropello de los más débiles y evitar sus asesinatos.
El escenario de odio, persecución y muerte que viven los defensores de los derechos humanos, los reclamantes de sus tierras, expropiados a sangre y fuego por paramilitares, a petición de los terratenientes está claramente definido. También están definidas las acciones que corresponde desarrollar a las autoridades por la Constitución y las leyes, además, por el deber ético de evitar que el país que gobiernan siga convertido en un muladar y en una nación donde los sicarios y sus patrones, decidan a sus anchas, ante la mirada ineficaz de las autoridades, quienes viven y quiénes mueren.
Y, ¿cuál es el deber de las mayorías sanas de colombianos, que se manifestaron masivamente el 26 de julio? Neutralizar el discurso de odio y mentiras del Centro Democrático y los pastores cristianos, que propalan en algunos medios que le hacen el juego y por las redes sociales, con lo cual mantienen la polarización y la agresividad en la sociedad.
Todas las fuerzas realmente democráticas, la academia, los movimientos políticos progresistas, el sindicalismo, los católicos, en fin, los defensores de la convivencia, debemos seguir exigiendo acciones decididas del Gobierno en defensa de la paz, el cumplimiento de los Acuerdos de La Habana, la defensa real y efectiva de la vida de los líderes y lideresas sociales. Además, debemos aprovechar las elecciones de octubre para llevar a los concejos, a las asambleas, a las alcaldías y gobernaciones, a dirigentes honestos, apologistas y gestores de paz y promulgadores de la convivencia, la equidad y la unidad nacional en torno a estos propósitos. Convirtamos el clamor ciudadano del 26, en la realización de ese gran anhelo colombiano: paz con justicia social, solidaridad total y efectiva democracia.