jueves, marzo 28, 2024
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Constituyente en Semana y De La Calle

Ricardo García Duarte

Con un no redondo, encerrado entre signos de admiración, recibió la acreditada revista Semana la idea de una Constituyente destinada a rubricar los eventuales acuerdos de paz.

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El no quedó estampado sobre un retrato, que sirve como carátula, del muy respetable Humberto De La Calle, acomodado en un gesto de tranquila seguridad en sí mismo.

Con esta superposición, de una imagen inteligente y un grito estentóreo, la publicación pareciera sintetizar sonoramente lo que en sus páginas interiores el antiguo ministro de gobierno durante los tiempos del 91 y ahora jefe negociador por parte del Gobierno, hilvana como discurso argumentativo.

Un no hiperbólico, unos argumentos discutibles

Ocurre, sin embargo, que sus argumentos no son tan definitivos como lo insinúa la consigna de rechazo con la que los resumió la portada, ni tienen tanta fuerza lógica y empírica como para empacar en ellos una exposición inquebrantable; y tampoco se desenvuelven en un nivel de dogmática jurídica o de principios de orientación política, de modo que llegaren a oponer a la figura de una constituyente una estructura democrática del Estado. De hecho, están instalados en el plano de las inconveniencias de orden coyuntural y procedimental.

Son razonamientos, todos ellos, quizá plausibles, pero solo en ese nivel de la conveniencia coyuntural; y susceptibles por tanto de ser sometidos a la discusión y a la prueba de su consistencia interna y de su apoyo en la realidad política.

Para empezar, la actitud negativa frente a la posibilidad de ese mecanismo no debiera ser tan alérgica; como si se tratara de movilizar a la opinión contra algún acto dictatorial o subversivo; puesto que la constituyente es un procedimiento perfectamente contemplado en el ordenamiento jurídico; y se corresponde con el sentido de prácticas democráticas y participativas, bajo las que quiso orientarse la Constitución de 1991.

Como hay un Congreso en funciones y el proceso de reformismo constitucional es flexible, cabría pensar que una Asamblea Constituyente solo estaría prevista para circunstancias excepcionales.

Se tendería a pensar así que la Constitución no debería tocarse sino en momentos extraordinarios y que no habría una crisis en la actualidad que mandara a gritos su convocatoria. Pero lo cierto es que la Constitución es tocada y retocada permanentemente, mientras hay por otra parte la crisis permanente de una Constitución sin la sociedad y el Estado que en ella están pintados. En realidad, durante los últimos años, la Constitución ha sufrido más de 30 reformas; procesadas de manera casi expedita;  aprobadas todas ellas por un Congreso incurso en delitos de lesa legitimidad.

En una nación en la que su Congreso, casi huérfano de oposición, reforma por lo menos una vez al año su Constitución, ¿se pueden inhibir las élites políticas y la sociedad civil, ante la oportunidad de un “momento constituyente”, solo porque las reformas de ese orden tienen que ser procesos excepcionales? Un acuerdo de paz, después de 50 años de violencia y de conflicto armado, ¿no justifica acaso ese momento constituyente, patentado además en una asamblea especial, y no necesariamente en el Congreso ordinario? ¿Es tan mala y peligrosa esta, como para provocar tan altisonantes negativas?

Bueno, no hay que olvidar que estas últimas hacen parte de pronunciamientos exagerados, componentes de una estrategia discursiva que pretende establecer resistencias entre la opinión frente a cualquier acuerdo al respecto en una mesa de negociaciones. Con todo, son estrategias retóricas que provienen de factores de poder significativos, como son el propio Presidente de la República y ahora la dirección editorial de un medio de comunicación influyente.

De lo que se trata en este momento, es de escribir sobre los argumentos, no sobre las exclamaciones que podrían respaldar esas actitudes reactivas; es decir sobre los razonamientos expuestos por Humberto De La Calle.

Constituyente deliberativa y refrendaría

El primer argumento del antiguo ministro estrella durante la Constituyente del 91 consiste en decir que una Asamblea de esta naturaleza no está orientada para la refrendación sino para la deliberación. Y… ¿Una Constituyente, dada su naturaleza, por ser deliberativa no deja de ser decisoria? Y si lo es, no tendría por qué dejar de ser refrendaría.

Este primer argumento, que ofrecía la impresión de un descubrimiento, sencillo pero contundente, contra la Constituyente, termina así convertido, si tiene suerte, en una simple recomendación para que las partes sentadas en la mesa procedan a una negociación ágil que se concentre en acuerdos gruesos; ampliables de modo razonable en una asamblea democrática de orden constitucional.

¿Por qué no una refundación institucional?

Al segundo argumento, en realidad lo forman dos razonamientos; a saber: a) no se trata ahora de una “refundación” institucional; y b) la “Carta” actual ya es una “refundación”; es democrática y está bien hecha; solo le faltan la ejecución debida y los desarrollos convenientes.

La primera de estas dos proposiciones no es, de hecho, una argumentación, que entrañe una demostración lógica y material. Es una afirmación de autoridad. Es, más bien, una decisión; o al menos una intención del poder: no queremos que se presente un esfuerzo colectivo en dirección a configurar una coyuntura refundacional, en materia de reformas. Ahora bien, podrían las altas autoridades decir lo contrario: queremos adelantar en efecto un proyecto refundacional alrededor de la paz. Si así lo hicieran no romperían en absoluto las reglas de la lógica. También sería algo plausible… y, por lo demás, conveniente en un país con una historia muy parca en la configuración de momentos refundacionales, aquellos que galvanizan operaciones de simbolización colectiva… Todo esto efectivamente es cuestión de voluntad política.

La otra proposición, según la cual a la “Carta” solo le faltan desarrollos, con ser valedera es sin embargo incompleta, en tanto que razonamiento de demostración. Le falta una mitad “oculta”, para que sea una proposición demostrativa. Pues un orden constitucional incluye la posibilidad de dos consistencias (dos armonías, si se quiere), y no solo una.

No basta la consistencia formal e interna de las reglas que la componen, factor éste probablemente satisfactorio como realidad en la Constitución del 91. Hace falta la consistencia del conjunto de reglas consagrado en dicha Carta con, digamos para simplificar, la “realidad social”. Constituciones armónicas y liberales, habrá muchas, pero puramente “nominales”. Con una existencia de relumbrón, solo en el papel.

Nadie podrá negar los avances democráticos de la Constitución del 91, pero únicamente un obnubilado legalista se atrevería a desconocer que bajo el imperio de esa Constitución el país ha cobijado la más cruda de las desigualdades, ha vivido uno de los períodos de mayor violencia y de impunidad; y ha alimentado a uno de los clientelismos más rampantes, incluido el horroroso “clientelismo armado”, el de la parapolítica.

¿Acaso ese descoyuntamiento entre la Constitución democrática, por una parte; y por la otra una sociedad y un Estado inficionados por prácticas antiliberales y antidemocráticas, no ameritan la irrupción de una voluntad colectiva para una coyuntura refundacional?… Claro, tal necesidad no obligaría per se a una Constituyente, pero tampoco la excluiría necesariamente.

El miedo a la derecha

El tercer argumento, el menos transparente y conclusivo porque es apenas una conjetura, pero quizá el que esconde la motivación real para negarse al escenario de una refundación institucional, es el que consiste en afirmar, que una Constituyente envuelve el riesgo de una contra–reforma, seguramente muy regresiva. Es como si se advirtiera acerca del peligro de que fuerzas de extrema derecha estuviesen al acecho para reversar los progresos de la Carta Magna. Tal preocupación pareciera ser el foco fuerte en el que se concentra la posición del Gobierno. Sus representantes y algunos voceros independientes de la izquierda agitan dicha bandera. La bandera del temor.

Ya no ese temor que impulsaba a gritar: “¡ahí vienen los rusos!”.  Sino el que lleva a propalar por las esquinas el rumor de que: “¡ahí vienen los uribistas!”. No se trata de un argumento, sino de un miedo. Que por supuesto tendrá sus fundamentos en las tendencias que presenta la opinión pública y los azares de un ascenso por cuenta de la oposición de derecha. Pero no es un argumento situado en el nivel elevado de la fundamentación moderna a favor de los espacios participativos, constituyentes y democráticos. No pertenece al debate instalado en el terreno de la ideología constitucional; solo al de la correlación de fuerzas entre las facciones en que se dividen las élites políticas.

Lo que importa es el consenso

De todo lo anterior queda claro el hecho de que los argumentos de peso contra una Constituyente para la paz son más bien livianos. Hay argumentos, ciertamente; pero no conciernen a esos principios ideológicos que inspiran el sentido de una construcción constitucional.

Esta crítica no significa, por otra parte, una defensa a ultranza de una Constituyente aquí y ahora. De pronto, el Gobierno, bajo su mirada intuitiva y quizá mezquinamente coyuntural, termine por tener razón; en unas condiciones en las que la propuesta de las FARC solo sirviese para allanarle el camino al retorno de un Uribe, cada más derechizado y pugnaz. De todas maneras, la discusión se mueve aparentemente entre dos posibilidades: la de una Constituyente o la de un Referéndum, según lo sugerido por el Gobierno. Ambas implican escenarios participativos y no son incompatibles con un aliento renovador.

Que sea la una o el otro no depende en última instancia de las bondades intrínsecas que dichas alternativas exhiban, sino de un factor “externo” a cada una de ellas. Esto es, del factor llamado “consenso entre las dos partes”. La calidad del mecanismo escogido dependerá sobre todo del respaldo que le confiera un acuerdo.

Ese es el motor que le dará proyección a la paz frente a los escollos que le esperan. Por otra parte, lo que servirá de base para una situación política nueva, útil para disuadir a cualquiera intervención judicial desde instancias internacionales.

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