José Luis Díaz Granados
El 1 de octubre de 1949, el líder del Partido Comunista Chino, Mao Zedong, proclamó en la Plaza de Tian Anmen el establecimiento de la República Popular China con el triunfo definitivo del Ejército Rojo (rebautizado después como Ejército Popular de Liberación), sobre las fuerzas reaccionarias y proimperialistas del Kuomintang, comandadas por Chiang Kai-shek, quien huyó con sus secuaces a la isla de Formosa (Taiwan) donde estableció un gobierno con el apoyo de los Estados Unidos.
La proclamación de la Nueva China significó un hito histórico trascendental luego de la victoria de los bolcheviques en Rusia en 1917 y tras una guerra civil cruenta entre las fuerzas comunistas y las denominadas nacionalistas iniciada en 1924.
La República Popular China se constituyó en medio de los más feroces sabotajes por parte del gobierno norteamericano, que veía emerger un poderoso bastión geopolítico en el continente asiático con el apoyo firme de la Unión Soviética y de los pueblos del mundo anhelantes de instituir en sus países el sistema socialista.
En medio de las campañas mediáticas más crueles de la historia moderna, guerras clandestinas fomentadas por sus poderosos enemigos, comandos infiltrados de espionaje, activa promoción de mentiras y programas subversivos, el Partido Comunista Chino logró consolidar su dominio para llevar a cabo los proyectos esenciales de desarrollo con miras a aniquilar el feudalismo, la desigualdad, el analfabetismo y la podredumbre mental que primaba en muchos de los habitantes que poblaban entonces el vasto territorio continental de cerca de 10 millones de kilómetros cuadrados.
La década de los 50 estuvo anegada de logros y reveses para China. Hubo conquistas sociales significativas, pero también hambrunas y fracasos en algunos proyectos estatales, sobre todo en el llamado “Gran Salto Adelante”, en el cual Mao urgía la industrialización del país, pero que en realidad se convirtió en una serie de excesos y desatinos –incluido el distanciamiento ideológico y político de la Unión Soviética-, que derivaron en un proceso de hundimiento de su sistema económico acompañado de arbitrariedades y dogmatismos -período conocido como el de la Revolución Cultural-, que en un momento dado llegaron a poner en jaque el liderazgo de Mao Zedong y del PCCh.
En 1976, al morir el Gran Timonel, como los guardias rojos denominaban a Mao, su sucesor Hua Kuo-feng rehabilitó al viejo dirigente comunista Deng Xiaoping, quien asumió el cargo de viceprimer ministro en 1977. Deng realizó reformas que en su mayor parte fueron económicas y sociales, dirigidas a fomentar la iniciativa y el crecimiento; racionalizó la planificación económica, liberó empresas del control estatal y reintrodujo el beneficio como principio básico de la vida financiera.
Este experimento, que el propio Deng denominó como “un país, dos sistemas”, es aún motivo de serios interrogantes. Sin embargo, el entonces primer ministro Zhao Ziyang afirmó que “China estaba en una primera etapa del socialismo que podía durar cien años, en la cual el país necesitaba experimentar con diversos sistemas económicos para estimular la producción”.
Entre 1996 y 2013, gobernaron China dos veteranos dirigentes de indudable vocación progresista: Jian Zemin y Hu Jintao, a quienes sucedió el actual presidente Xi Jinping, un marxista-leninista convencido de que los chinos van a llevar a cabo gradualmente el progreso económico del país y la prosperidad común de todo el pueblo al construir “un país socialista moderno, próspero, democrático, civilizado y armonioso”.
A las puertas de convertirse China en la primera potencia económica del mundo, este primero de octubre recordaremos que hace doscientos años, Napoleón Bonaparte profetizó ante sus consejeros: “Dejad que China duerma. Cuando despierte, el mundo de estremecerá”.